Cambiar de opinión

En 1924 John Maynard Keynes publicó un ensayo titulado “Política de inversión para compañías de seguros”, donde sostenía que las aseguradoras debían mantenerse en constante vigilancia y revisar ideas preconcebidas ante cambios en las circunstancias externas. Decía: “El inversor pasivo que adopta una actitud obstinada respecto a sus participaciones y se niega a cambiar de opinión, simplemente porque los hechos y las circunstancias han cambiado, es el que a la larga sufre graves pérdidas”.

Muchos años después, en 1970, el gran Paul Samuelson fue entrevistado en un programa de televisión en el que el presentador le preguntó si estaba de acuerdo en que algo de inflación no sólo era inevitable, sino que podría ser deseable para promover el crecimiento. Samuelson reconoció que en sucesivas ediciones de su famoso libro de texto había considerado inicialmente como “aceptable” una inflación del 5%, luego del 3% y después del 2%, hasta que la Asociated Press sacó un teletipo diciendo que “el autor debería decidirse”. Pero se defendió diciendo: “Cuando los acontecimientos cambian, yo cambio de opinión, ¿y usted?”. Pocos años después usaría una frase muy parecida (“mi información cambia, yo cambio de opinión, ¿y usted?”), esta vez atribuyéndosela a su maestro Keynes. La leyenda de Keynes cuenta también que Churchill, en medio de una negociación con Roosevelt en Quebec, le telegrafió para decirle “Voy acercándome a su punto de vista”, y este le replicó: “Lástima, acabo de empezar a cambiar de opinión”.

Esta lección resulta plenamente aplicable hoy. Las circunstancias económicas y geopolíticas no tienen nada que ver con las de hace apenas una década. Entonces, tras la crisis financiera, la obsesión era por cuadrar las cuentas públicas. En 2014 Putin invadió Crimea, pero el mundo no prestó demasiada atención. Al año siguiente, el cambio climático comenzó a estar en primera plana tras los Acuerdos de París. Pero unos meses después, Obama empezó a ver con temor la militarización china en el mar del Sur de China, luego Trump ganó las elecciones y provocó un enfrentamiento abierto, comercial y tecnológico con el gigante asiático. Tres años después, un peligroso virus puso a la economía mundial al borde del colapso y demostró que las cadenas globales de suministro tenían más riesgo del que pensábamos. Cuando salíamos de esa crisis, y mientras la tensión entre Estados Unidos y China aumentaba, Rusia invadió Ucrania (esta vez con una firme reacción occidental) y dio comienzo una guerra que disparó los precios de la energía y provocó inflaciones de dos dígitos nada “aceptables”. En 2023, un salvaje atentado de Hamás provocó una brutal reacción de represalia por parte de Israel, tensionando Oriente Medio hasta niveles no vistos en mucho tiempo.

Todas estas son circunstancias que están llevando a cambiar de opinión sobre numerosos temas: hemos visto bonos europeos para financiar la recuperación (los bonos Next Generation EU); hemos visto un resurgir del proteccionismo mundial (a veces genuinamente justificado por la necesidad de reducir la dependencia de proveedores poco fiables, otras más descarnado); hemos visto a Suecia y Finlandia adherirse a la OTAN (demostrando que la adhesión es siempre la consecuencia, y no la causa, de la agresividad de Rusia); hemos visto a la Comisión hablar de autonomía estratégica (abierta, eso sí) y de seguridad económica, y hemos sido testigos de un resurgir de la política industrial a nivel internacional. También, al mismo tiempo, hemos visto un incremento de la polarización política en todo el mundo, un resurgir de los nacionalismos y los extremismos, del antisemitismo (totalmente desvinculado de la legítima crítica al gobierno de Israel) y de fantasmas que no se veían desde la II Guerra Mundial.

Lo curioso, sin embargo, es que algunos países se asemejan a las empresas de seguros de las que hablaba Keynes hace un siglo: encerrados en sus prejuicios, esperan a que escampe la tormenta para recuperar la normalidad (entendiendo como normalidad el comprar gas a Rusia, no gastar dinero en defensa porque para eso está Estados Unidos y la OTAN y otras muchas cosas). Pero esa normalidad ya no volverá, por mucho que lo deseemos.

Europa tiene que tomar decisiones rápidas y drásticas sobre su futuro. Si quiere sobrevivir, deberá profundizar rápidamente en su integración económica y financiera (midiendo muy bien cómo casar eso con la ampliación a otros países); deberá plantearse seriamente una política de defensa común que lleve a la fabricación conjunta de armamento imprescindible para defenderse de la amenaza rusa y evitar la caída de Ucrania (que no sería el final de nada, sino el principio de todo lo demás); deberá plantearse la necesidad de una política industrial común que incite el progreso tecnológico, y que use fondos comunes (ya que los nacionales solo destruyen el mercado único), y promover una regulación más simple y flexible que facilite la vida de las empresas.

Ahora bien, hay decisiones que son más complicadas. Ahora que comenzábamos a acercarnos al punto de vista de Estados Unidos respecto a la amenaza China, ¿deberíamos empezar a cambiar de opinión (como parece que hace Macron estos días) a la vista de nuestras dependencias estratégicas? ¿Deberíamos ampliar la Unión sin antes haber decidido cuánto queremos profundizarla? ¿Deberíamos acelerar la transición ecológica aunque otros bloques no lo hagan? ¿Cuáles son los costes de la autonomía estratégica? Es muy difícil saber las respuestas correctas a todas estas cuestiones, pero de lo que no cabe duda es de que las circunstancias no nos permiten actuar como si estuviéramos en 2014. Si en un mundo vertiginoso como el actual nos negamos a cambiar de opinión -es decir, a reaccionar ante la nueva información-, nuestro destino será sufrir muy pronto las “graves pérdidas” de las que hablaba Keynes hace cien años. Para Europa no hay nada más peligroso que la inacción.