Las preocupaciones económicas tienen un cierto carácter pendular. En los albores de la Economía, allá por finales del siglo XVIII, la cuestión era entender cómo se fijaban los precios, analizando los costes productivos (por entonces esencialmente laborales) o la relación entre el precio de la venta de los productos y su valor teórico asociado al factor trabajo, obviando componentes tecnológicos o de demanda.
A mediados del XIX el desarrollo de las matemáticas y otras ciencias como la psicología permitió a los denominados marginalistas plantear una teoría de la demanda individual basada en la utilidad del consumo (algo lógico en la misma Viena donde Freud estudiaba los entresijos de la mente humana). Se llegó entonces a pensar que la teoría clásica del valor-trabajo había sido superada y que la Economía podría llegar a ser –ejem– una ciencia exacta.
Pero el fracaso de la teoría neoclásica durante la gran depresión hizo ver que la estrategia óptima a nivel agregado a veces difiere de los comportamientos racionales a nivel individual. Con su paradoja del ahorro y sus expectativas empresariales, Keynes demostró que, cuando la demanda agregada es anormalmente baja, la economía no tiende automáticamente al ajuste vía precios, sino que se termina equilibrando vía cantidades. Su Teoría General dio pie al nacimiento de la macroeconomía y al impulso del papel del Estado como estabilizador del ciclo económico, papel que se multiplicó tras la II Guerra Mundial y durante los años 50 y 60. Se trataba de manejar la demanda agregada buscando combinaciones óptimas de inflación y desempleo.
En los años 70, sin embargo, la atención giró de nuevo hacia la oferta: la crisis del petróleo hizo ver que, cuando aumentan los costes productivos, un impulso complementario de la demanda o de la liquidez se traduce más en incrementos de precios que en un incremento de la actividad (demostrando que desempleo e inflación no son necesariamente alternativos).
Las décadas siguientes también recuperaron el interesante vínculo entre economía y psicología, mostrando que las expectativas de consumidores y mercados tienen a menudo efectos reales, hasta el punto de que a veces la anticipación de las políticas económicas reduce su efectividad práctica. En paralelo, muchos países redujeron impuestos alegando que una carga impositiva excesiva reducía la oferta de trabajo al desincentivar el esfuerzo.
Ya en el siglo XXI, durante la crisis financiera se impuso la austeridad como forma de mejorar la sostenibilidad de la ratio deuda/PIB, olvidando que esta última se reduce mucho mejor por el lado del denominador (fuerte demanda con gran crecimiento) que por el del numerador (bajo déficit –y por tanto baja demanda– con escaso crecimiento). El desprecio de la demanda agregada tuvo los desastrosos resultados que ya sabemos, tanto desde el punto de vista de la desigualdad como de la radicalización política.
La experiencia de esos errores llevó a que, una década más tarde, con la crisis derivada de la pandemia de COVID-19, se recuperase el gasto público como factor de estabilización de la economía. La lucha contra la pandemia es una guerra, y en la guerra hay que luchar sin escatimar esfuerzos ni deuda, especialmente en un contexto de tipos de interés muy bajos.
Pero justo ahora que reparábamos de nuevo en la importancia de la demanda agregada y veíamos como el Estado se erigía como el último garante de la salud y cobertura básica de los ciudadanos, nos encontramos con que la oferta agregada vuelve a llamar a la puerta de los economistas. En los últimos meses hemos visto al menos tres elementos que están amenazando la recuperación no por el lado de la demanda, sino de la oferta.
El primero es el encarecimiento de numerosos alimentos, materias primas y bienes intermedios y de equipo como consecuencia de la disrupción de las cadenas de valor. Según los últimos datos de la FAO, los precios de los alimentos han subido un 40% en los últimos 15 meses (el mayor incremento desde que el que precedió a los disturbios de la Primavera Árabe de 2010). En paralelo, la producción de automóviles, material eléctrico, maquinaria, ordenadores o muebles se ha ralentizado considerablemente por escasez de componentes (semiconductores), materiales (madera, materiales de construcción) o por motivos logísticos (falta de contenedores, puertos ralentizados por COVID). No hay consenso sobre cuánto puede durar esta situación, ni si la nueva percepción de la autonomía estratégica reestructurará de forma permanente las cadenas de valor.
El segundo elemento es la energía, en este caso no como consecuencia de la subida del petróleo, sino del gas, y en un contexto de reducción de emisiones para luchar contra el cambio climático. Además, aquí influyen las expectativas: como los agentes económicos esperan que el uso del gas tienda a la baja, han dejado de invertir en prospección y generación y se han dedicado a comprar derechos de emisión (anticipando su escasa disponibilidad), contribuyendo aún más a encarecer la producción de electricidad.
El tercero es la escasez de oferta laboral. En Estados Unidos –un país sin apenas desempleo– quizás porque la pandemia ha trastocado las prioridades y la forma de ver las vida y ha hecho que mucha gente se replantee los empleos que merecen y no merecen la pena. Y en otros países, como el Reino Unido, porque el Brexit ha restringido de forma preocupante la mano de obra no cualificada (en el sector agrícola) o de cualificación intermedia (camioneros en el sector de transporte).
Mientras estas restricciones de oferta de bienes y factores sean sólo transitorias, el incremento de precios será sólo pasajero. Pero si se alargan en el tiempo, o si unas restricciones temporales se encadenan con otras, el anclaje de expectativas de inflación y demandas salariales podría terminar obligando a la Reserva Federal a una subida de tipos de interés que comprometa la recuperación mundial. A muchos países emergentes sólo les falta una subida de tipos (como la de los 80) para entrar en una grave crisis de deuda; y la UE, aunque no sufra los mismos problemas que EEUU, tampoco puede permitirse un euro depreciado ni una energía aún más cara (pagada en dólares).
Si en la pandemia conseguimos evitar los errores de la pasada década respecto a la demanda agregada, sería absurdo repetir ahora los errores del siglo pasado respecto a la oferta agregada. La economía de la oferta no es sólo una curva cutre en una servilleta, sino también la constatación de que el encarecimiento de materias primas y suministros básicos, las restricciones de factores productivos (trabajo y capital), su remuneración (salarios y tipos de interés –costes financieros–) y las expectativas de los agentes pueden limitar la eficacia de la demanda agregada como impulsora de la actividad.
Precipitarse es muy peligroso, y quizás sea mejor permitir que la inflación rebase temporalmente su nivel objetivo que frenar la recuperación encareciendo la financiación (esa parece ser por el momento la estrategia de los grandes bancos centrales). Pero conviene también recordar que los shocks de oferta no se resuelven ni hundiendo la demanda (elevando tipos de interés que provocarían otra crisis) ni impulsándola adicionalmente con inversión y liquidez, sino atajando los factores de falta de competencia y productividad y los cuellos de botella en las cadenas de valor globales. Por eso algunas reformas no pueden esperar ni un minuto más.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)