Una tarde de primavera de 1946 Friedrich Hayek, de visita en Londres, coincidió con Keynes en una cena en el King’s College. Después del postre, Hayek aprovechó para expresarle su preocupación por el hecho de que dos de sus discípulos estuvieran promoviendo políticas fiscales expansivas en contextos que podrían ser inflacionistas. Keynes, por supuesto, no le dijo que eso era una tontería, ni le llamó agorero, ni se le ocurrió decir que inflación y desempleo no podían aumentar a la vez. Sonrió y se limitó a responder, con elegancia: “Mis teorías eran importantes en los años treinta, cuando el problema era la deflación, no la inflación. Créame, si la inflación alguna vez se convierte en un problema, seré el primero en denunciarlo y darle la vuelta a la opinión pública”.
No tuvo tiempo de hacerlo, porque falleció unas semanas después, pero nadie duda de que, de haber llegado vivo a los años setenta, lo habría hecho. Habría insistido en que un shock de oferta provocado por el alza de los costes energéticos no podía ser corregido con un impulso fiscal o monetario sin arriesgar la estabilidad de precios. A Hayek le quedó claro que –como años después comentaría el gran Samuelson– Keynes tenía la admirable virtud de “cambiar de opinión cuando cambiaban las circunstancias”. Porque es bueno que las personas tengan principios, y conviene desconfiar de quien no los tiene, pero también de quien tiene muchos e inmunes a la nueva información.
Las ideas de Keynes triunfaron en la mayoría de los países desarrollados en las décadas posteriores a la II Guerra Mundial, pero no en Alemania, que prefirió abrazar las ideas ordoliberales de Walter Eucken y la escuela de Friburgo y sus principios de la economía social de mercado. Sólo después de la recesión de 1966-1967 el keynesianismo encontró su hueco (aunque ya sería breve) en la política económica alemana con la entrada en el gobierno de los socialdemócratas y su carismático ministro de economía, Karl Schiller.
Así que Alemania ha sido un gran ejemplo de que cambiar de opinión no sólo es posible, sino que es saludable. En la historia de la integración europea ha cometido errores, como todos los países, pero nadie podrá decir que no haya terminado por apostar por el proyecto europeo (aunque algún cínico, parafraseando a Abba Ebban, diría que sólo después de agotar todas las demás posibilidades).
La propuesta francoalemana presentada el 18 de mayo es un claro ejemplo de que Alemania, cuando cambian las circunstancias, cambia de opinión. La canciller Angela Merkel se olvidó de lo de que no habría eurobonos mientras ella viviera, y dio toda una explicación razonada para votantes adultos de que circunstancias extraordinarias exigen medidas extraordinarias.
Porque, desde todos los puntos de vista, la propuesta supone un gran salto adelante en el proceso de integración europeo. Aunque es sólo eso, una propuesta que podría no tener recorrido, y por eso conviene moderar las expectativas, que, cuando no se cumplen, suelen ser proporcionales al sentimiento de frustración. De hecho, el Imperio de los Frugales ha contraatacado diciendo que ellos también tienen su propia propuesta (de créditos, por supuesto) y han añadido una cruel referencia a las telarañas de la ambiciosa propuesta francoalemana de Meseberg de 2018.
Por supuesto, no todo es color de rosa. El documento presentado por Merkel y Macron –que, dicho sea de paso, supone un varapalo al esfuerzo coordinador de la Presidenta von der Leyen–, tiene puntos claros y puntos más oscuros. Entre los claros, la apuesta por un incremento de los recursos presupuestarios comunes como base para la emisión de deuda por parte de la Comisión (no sólo lo más lógico, sino también lo más seguro de cara a un tribunal constitucional alemán últimamente para pocas bromas); la mención del “gasto en las regiones y sectores más afectados” (y no deuda); la mención de los sectores medioambiental y tecnológico como puntales del crecimiento; la referencia a una “imposición mínima efectiva” en la UE con “una imposición justa de la economía digital” preferiblemente basada en las conclusiones de la iniciativa BEPS de la OCDE; una armonización de la base del impuesto de Sociedades (aviso para los paraísos fiscales europeos mencionados en los informes-país del semestre europeo); la armonización de datos sanitarios o incluso “el marco para un salario mínimo europeo adaptado a las realidades nacionales”.
Pero hay muchos puntos grises y oscuros. Los conceptos de “soberanía sanitaria”, el “posicionamiento estratégico” de la industria de la salud, el desarrollo y “producción en Europa” de una vacuna y equipos de protección y de diagnóstico, una “economía resiliente y soberana”, el “incentivo a la reubicación de inversiones en la UE” suenan algo al proteccionismo que siempre hemos criticado en Trump. Una cosa es que Europa deba promover el desarrollo tecnológico y no quedarse atrás, que deba garantizar la seguridad de sus comunicaciones a través de 5G, o diversificar sus fuentes de aprovisionamiento de principios activos farmacéuticos (no es posible que algunos se compren exclusivamente de China), que deba mantener stocks de seguridad de algunos productos básicos (mascarillas, equipos de protección) o incluso una cierta flexibilidad para garantizar el aprovisionamiento o la producción industrial rápida en caso de emergencia, y otra muy distinta que Europa se ponga a producir de todo, renunciando a su liderazgo en favor del libre comercio y en contra del proteccionismo. Hablar de “la diversificación de las cadenas de suministro mediante la promoción de una agenda de libre comercio ambiciosa y equilibrada con la OMC en su núcleo” suena un poco a cuadratura del círculo. Y es que diversificar riesgos consiste en no poner todos los huevos en la misma cesta, no en convertirse en una gallina.
También son algo inquietantes las apelaciones a “modernizar la política europea de competencia” o “la adaptación de las ayudas estatales y las normas de competencia”, porque tiendo a pensar que donde dice “modernizar” debe decir “relajar” y donde dice “adaptación” debe decir “permisividad”. Lo cierto es que, después de que precisamente Francia y Alemania comenzaran la lucha contra la pandemia prohibiendo temporalmente las exportaciones de productos médicos a sus socios europeos (rompiendo el mercado único), el término “campeones europeos” produce un cierto desasosiego.
Pero vamos a ser optimistas. Las propuestas están precisamente para debatirlas, para matizar los conceptos y pensar en cómo lograr que Europa no se quede atrás en la tercera ola globalizadora impulsada por la robotización y la inteligencia artificial, en la necesidad de evitar una concentración excesiva de riesgos en un mundo en el que la gobernanza multilateral ya no está garantizada, o en no ser ingenuos y abrir tus inversiones frente a países que no lo hacen. La defensa de los intereses, la independencia y la falta de ingenuidad no tienen por qué significar un peligroso giro proteccionista. España, por lo menos, no debería permitirlo.
Hoy toca celebrar que Alemania se ha pasado al lado de la Europa que no cree que todos los problemas se puedan afrontar mejor desde la estrecha óptica del Estado-nación, como bien dijo Merkel en su discurso. La batalla será dura, porque Austria, Finlandia, Suecia y Países Bajos han adoptado posiciones numantinas. Pero estos países, sin Alemania, representan tan sólo el 13,8% del PIB y el 9,4% de la población de la UE-27. Menos de lo que suponía el Reino Unido cuando en 1992 se negó a profundizar en la integración monetaria y, para no perjudicar a los demás, eligió un opt-out.
Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)
Sin lugar a dudas un gran artículo, acertado y oportuno
Como dato adicional, Keynes era tan pragmático y humilde que en esa cena parece que no le comentó nada acerca de que esas medidas antiinflacionistas ya las planteó en su famoso «How to pay the war: A Radical Plan for the Chancellor of the Exchequer» (1940), donde además de demostrar que, como él proponía en la Teoría General, el aumento del gasto público (militar para la guerra) había recuperado el empleo avisa que ese gasto militar podía empezar a generar inflación durante la guerra, lo que generaría problemas comerciales, proponiendo como solución gravar las rentas (aunque proponía mínimos exentos), para, por un lado, financiar ese aumento de gasto público y no hacerlo así vía deuda que podría generar más inflación (aunque también proponía que se financiase con más colonias en Africa) y, por otro, la reducción del consumo y, por tanto, la Demanda Agregada y de este modo la inflación y que el excedente de esas recaudaciones (es decir, el superávit público) se depositase una cuenta, que se devolvería a los consumidores acabada la guerra para así contrarrestar la caída del gasto militar (pues ya no se necesitaría tanto gasto militar)
…años mas tarde Hayek tildaría ese escrito de Keynes de «ingeniso»
Esperemos que los «frugal four» reconozcan, anque sea dentro de unos años, como Hayek con Keynes, que el giro Aleman tiene la intención de salvar Europa y quizás con ello, se den cuenta de que también a ellos.