La conferencia de Jackson Hole de este año se ha centrado en los desafíos de la política monetaria. Como abordábamos, la política monetaria parece exhausta y ha perdido su capacidad para afectar a la demanda agregada y la inflación, de manera que, seguramente, la mejor alternativa es recurrir a la política fiscal y enterrar los mitos de la austeridad y la ineficiencia del sector público. Los banqueros centrales están buscando alternativas para ver cómo se puede recuperar la efectividad de la política monetaria, tanto por la vía de jugar con sus instrumentos actuales, como con propuestas más rompedoras desarrollando nuevos instrumentos ‒por ejemplo, tipos de interés negativos o dinero tirado desde un helicóptero ‒ o intentando modificar las reglas de juego del sistema monetario y financiero internacional (SMFI), incluyendo la revisión de la dominancia del dólar estadounidense como la divisa central del SMFI, alternativa en la que ha insistido el gobernador del Banco de Inglaterra, Mark Carney.
La receta ortodoxa de política monetaria desde los años 90 se centraba en lo que se ha conocido como el consenso de Jackson Hole, que establecía que la política monetaria debía ocuparse del control de la inflación y utilizar como principal instrumento el tipo de interés a corto plazo. Como veíamos, este esquema se sustentaba en lo que Olivier Blanchard y Jordi Galí caracterizaron como la “divina coincidencia”, de manera que el control de la inflación llevaba a que la economía se acercara a su crecimiento potencial ‒aquél que se alcanza si no se infrautilizan los recursos de producción‒ (ellos mismos desmontan la coincidencia en un contexto de salarios rígidos). Si bien, se podían generar crisis financieras, se consideraban resolubles con inyección de liquidez por parte del banco central y, en todo caso, tenían un coste inferior a los beneficios de la fase alcista. En paralelo, unos tipos de cambio flexibles permitían al país absorber los shocks externos. En otras palabras, los bancos centrales podían dedicarse a su propio objetivo inflacionario sin necesidad de coordinarse sustancialmente con terceros países.
La realidad económica tras la crisis financiera global ha revelado que las asunciones de este esquema ya no funcionan en tres aspectos centrales: (i) se había infraestimado el impacto de las crisis financieras, cuyo efecto puede ser mucho más profundo y estructural, traduciéndose en un salto a la baja hacia una nueva senda de crecimiento potencial menor. (ii) Una inflación estable deja de ser condición suficiente para garantizar el crecimiento ‒en términos empíricos, se ha producido un aplanamiento de la curva de Phillips, de forma que el mismo nivel de inflación es compatible con una amplia horquilla de desempleo y de output gap (diferencia entre el PIB real y el potencial)‒. (iii) El tipo de cambio flexible ya no es un buen aislante de las crisis internacionales en un contexto de profundas interconexiones económicas y financieras entre los países y de dominio del dólar como moneda vehicular en las transacciones comerciales y financieras (Gopinath demostraba que, dado que la denominación y las decisiones sobre los precios comerciales se basan en el dólar, los precios de importaciones y exportaciones son mucho más rígidos ante variaciones en el tipo de cambio).
Más aún, en un contexto de trampa de liquidez, los tipos de interés dejan de ser un instrumento efectivo. La respuesta ha sido el desarrollo de nuevos instrumentos (política macroprudencial, forward guidance o expansión cuantitativa), que, no obstante, parecen haber agotado su efectividad. Instrumentos alternativos como los tipos negativos o el dinero de helicóptero deben ser aun testados y el recurso a la política fiscal debe vencer las restricciones de economía política ‒está muy condicionada al ciclo político y se caracteriza por un gran desacuerdo sobre el tamaño y la orientación del presupuesto y la presión fiscal, lo que dificulta su diseño a largo plazo ‒. En esta disyuntiva, una alternativa complementaria es revisar el funcionamiento del SMFI, incluyendo la dominancia del dólar. Se trata de un debate ya histórico, sobre el que se ha insistido con frecuencia desde que Keynes propusiera la creación del bancor como divisa supranacional utilizada como unidad de cuenta en las transacciones internacionales.
Si bien el peso de la economía estadounidense se ha reducido significativamente a lo largo del siglo XXI –en el año 2000 representaba en torno al 31% del PIB mundial a precios corrientes, frente al 24 por ciento actual–, el dólar mantiene una posición dominante en las transacciones financieras internacionales representando, por ejemplo, más del 60 por ciento de las denominaciones de deuda o de las reservas de divisas (ver gráfico). Igualmente, alrededor del 50 por ciento del comercio global se denomina en dólares, cuando EEUU solo representa el 14 por ciento del comercio global de bienes. El elevado peso del dólar en un entorno de crecientes vínculos macrofinancieros internacionales suponen un mayor riesgo de desbordamiento del ciclo americano sobre la economía global.
La dominancia del dólar introduce dos problemas tradicionales: (i) lo que se ha denominado un “privilegio exorbitante”, en el sentido de que EEUU no enfrenta un riesgo de crisis de balanza de pagos porque puede financiarlas emitiendo su propia moneda; (ii) el dilema de Triffin, que establece que la creciente demanda internacional de activos seguros en dólares solo puede satisfacerse a través del endeudamiento del país con la divisa dominante, lo que mina la confianza en la propia divisa. Tras la crisis financiera global, alimentada por el contexto actual de incertidumbre, ha habido una creciente demanda de activos seguros –incluyendo un crecimiento exponencial en la acumulación de reservas de los bancos centrales– que ha presionado a la baja los tipos de interés generando una suerte de trampa de liquidez global reduciendo el margen de maniobra para las políticas monetarias domésticas y aumentando la acumulación de riesgos financieros.
El paso a un esquema multipolar con competencia de divisas permitiría resolver el problema actual de escasez de activos seguros y reducir la presión a la baja sobre los tipos de interés –complementariamente, sería importante fortalecer la red se seguridad financiera global, por ejemplo, los recursos del FMI, como sustituto a la acumulación de reservas– . Ahora bien, la transición hacia un sistema multipolar no es evidente a corto plazo porque la dominancia del dólar en los distintos mercados ejerce un efecto de realimentación que resulta difícil romper (por ejemplo, si el comercio se denomina en dólares, emito deuda comercial en dólares, que aseguro también en dólares).
Las autoridades sí pueden tratar de incentivar esta transición favoreciendo el uso de una cesta de monedas como unidad de cuenta y medio de pago. Las nuevas tecnologías, permiten además articularlo como un medio digital reduciendo su coste, en línea con la iniciativa de Facebook y la creación de su moneda digital construida a partir de una cesta de monedas, Libra. Pero este invento ya existe, son los Derechos Especiales de Giro o DEG, que se constituyen como una cesta muy representativa de la realidad de la economía global tras la incorporación del renminbi en octubre de 2016, sumándose al dólar estadounidense, el euro, el yen japonés y la libra esterlina (ver aquí para un análisis detallado sobre el funcionamiento de los DEG y la incorporación del renminbi).
Los DEG tienen la ventaja añadida de estar controlados por una institución pública, el FMI, y, por tanto, mejor situada para un adecuado control regulatorio y, eventualmente, en un escenario en el que sustituyera al dólar, el reparto también público de los beneficios que reporta la emisión de una moneda. Ahora bien, el Fondo ha intentado asentar los DEG en numerosas ocasiones como activo de reserva alternativo sin éxito. Tanto así que su impulso se ha caracterizado en el pasado como el “vuelo del dodo” (por ejemplo, aquí y aquí), aludiendo a su inviabilidad en la práctica por la falta de voluntad política para impulsarlo (los grandes bancos centrales se han resistido a ceder poder monetario), al ser el dodo un ave no voladora y además extinta, endémica de las islas Mauricio.
Las condiciones han cambiado, las nuevas tecnologías permitirían desarrollar un DEG digital y la comunidad de bancos centrales se enfrenta a la competencia de las empresas que pretenden entrar en el negocio de las monedas. En otras palabras, la ingeniería genética y el miedo al lobo podrían hacer volar al dodo.