El año pasado fue un tiovivo para la economía y los mercados mundiales. Empezó muy bien, con un ritmo alto de crecimiento sincronizado y primas de riesgo muy bajas. Luego se fue torciendo, a medida que la tenue normalización monetaria y el neoproteccionismo en Estados Unidos crearon incertidumbre e hicieron temer por la sostenibilidad del ciclo expansivo. El final de año fue pésimo, con fuertes caídas de las Bolsas y de los precios de la deuda privada, mientras el comercio mundial caía por primera vez en años. Cuando nos acercamos al final del primer trimestre, lo único claro entre la bruma es el daño sufrido por la Zona Euro. Tan fuerte ha sido el impacto sobre el crecimiento europeo, que el BCE ha dado marcha atrás en su reunión del 7 de marzo, anunciando nuevas medidas de expansión monetaria pocas semanas después de poner fin al programa de compras de activos.
Podría ser un bache temporal, fruto de la acumulación de contratiempos y calamidades: la recesión industrial en Alemania por la falta de preparación para la nueva norma sobre emisiones de automóviles, la revuelta de los chalecos amarillos en Francia a raíz de la subida del impuesto sobre el gasóleo y el pulso del gobierno italiano a la Comisión Europea a cuenta de los presupuestos. El problema es que la unión monetaria necesitaba que este ciclo fuera largo y vigoroso; la macro tenía que ser el bálsamo que facilitara la curación de las heridas sociales y la recuperación de la confianza entre los Estados Miembros. En cambio, nos enfrentamos al drama de la tercera recesión en Italia en los últimos diez años, un crecimiento inferior al 1% y una inflación que se aleja de nuevo del objetivo del BCE.
Algunos agoreros ya han vuelto a destapar el tarro de las profecías funestas sobre el euro. Pero no, la situación no es comparable a la de hace siete años. El paciente está mucho mejor; su vida no corre peligro e incluso da síntomas de vitalidad en algunos de los focos de la antigua enfermedad (Grecia acaba de emitir, después de años, un bono a diez años con acogida positiva). Ahora bien, que la economía del euro sea de nuevo la primera damnificada del enfriamiento del ciclo global es una muestra inequívoca de debilidad que debe llevar a preguntarnos si lo que se ha hecho ya y el debate actual están a la altura de las necesidades para la prosperidad futura de la unión monetaria.
Centrémonos en tres puntos: el coste macroeconómico del avance medioambiental, la ausencia de una política fiscal eficaz y la divergencia real acumulativa.
Si se busca el hilo conductor de las causas del freno en el crecimiento alemán y francés desde finales de 2018 se llega a los costes de adaptación de los avances en política ambiental. La industria del automóvil alemán ha sufrido un fuerte choque de oferta por su falta de preparación para las exigencias de la nueva regulación europea de medición de emisiones. Otros países, entre ellos España, están teniendo que adaptar su producción a un descenso de la demanda de vehículos diésel (diez puntos de pérdida de cuota de mercado en el último año), por las medidas para desincentivar su uso debido a su impacto negativo sobre la calidad del aire. Es una muestra de los desafíos a los que se enfrenta una industria clave para la economía europea, incluso sin contar la amenaza de que la administración Trump decida culminar la investigación comercial en curso con la imposición de aranceles por razones de seguridad nacional.
En Francia hemos asistido a un ejemplo de la dificultad de adoptar medidas contra el cambio climático sin que los perdedores se revuelvan. No se trata de cuestionar el liderazgo europeo en políticas medioambientales, que es más necesario que nunca. Las medidas para descarbonizar la economía son un requisito cada vez más urgente para nuestra prosperidad futura; y colocan a las empresas en mejores condiciones para afrontar los desafíos que se avecinan. Pero lo ocurrido es una llamada de atención sobre los costes de la transición, que serán elevados en el sector del transporte, incluyendo por supuesto a la industria del automóvil. El liderazgo medioambiental supone optar por una profunda transformación del sistema productivo; es una ingenuidad adoptar medidas en esa dirección sin contar con instrumentos complementarios que faciliten el cambio, tanto desde el punto de vista distributivo como macroeconómico. Hay que activar todas las palancas: la regulación, la tributación y, sobre todo el estímulo a la inversión, tanto privada como pública, que es la mejor fórmula para acelerar los cambios.
En segundo lugar y en conexión con lo anterior, cada vez va a ser más necesario contar con una política fiscal eficaz. Las otras grandes economías disponen de ella y la están utilizando a conciencia con distintos enfoques: EEUU tiene un déficit estructural cercano al 4%, China prevé aumentar su moderado déficit en 2019 y Japón lleva años combinando la política fiscal y la política monetaria para salir de la deflación. Mientras, en la zona euro se prevé un modesto impulso fiscal en 2019, que puede contribuir a reducir la duración de la desaceleración. Pero no contamos con una capacidad de respuesta rápida para situaciones como la actual. Los países con espacio fiscal (Alemania y Holanda) son aversos a la política fiscal discrecional y no parecen dispuestos a propiciar un cambio en la orientación del conjunto del área. Y aquellos que no tienen espacio fiscal suficiente (Italia y, en menor medida, Francia) y quieren estimular su economía solo pueden hacerlo a costa de provocar el enésimo rifirrafe con la Comisión a cuenta de las reglas fiscales. Se esperaba mucho de las iniciativas franco-alemanas, pero la discusión sobre el presupuesto del euro acaba de empezar y la política fiscal brilla por su ausencia en el renacimiento europeo que propone Macron.
Todo apunta a que el entorno de tipos de interés reales bajos y crecimiento anémico puede convertirse en estructural. La dinámica demográfica lo va a alimentar. El caso de Japón es muy ilustrativo de la necesidad de adaptar el marco de las políticas monetaria y fiscal para no verse atrapado en un ciclo interminable de deflación y bajo crecimiento. El BCE repite que el arsenal de medidas frente a una prolongación de la debilidad macroeconómica no se ha agotado. Pero no sería fácil replicar el programa de compra de activos públicos si volviera a ser necesario. Aunque resulte sorprendente, cada banco central nacional responde por las pérdidas de los bonos de su Tesoro (exigencia del Bundesbank, claro). Y las reglas de neutralidad (proporcionalidad a la clave de capital, límites por emisor y emisión) tendrían que redefinirse porque los bonos de los países con menos deuda ya escasean.
Por último, la divergencia real entre las economías grandes no se ha corregido, lastrando las posibilidades de avanzar. Italia está atrapada en una lenta pero inexorable espiral de estancamiento económico. Este declive empezó a principios de los noventa, cuando, arrastrando una deuda elevada, tuvo que hacer el esfuerzo para entrar en la unión monetaria al tiempo que empezaba a perder pie en la adaptación a la competencia global. No aprovechó los primeros años del euro para invertir y crecer, como otros países del sur. Y después sufrió la doble recesión, evitando el rescate pero pagando el coste de tipos de interés más elevados y deuda creciente.
La situación italiana es un problema grave para el euro y urge una solución, que pasa por un programa ambicioso de reforma estructural que reactive el crecimiento. Quizá este programa requiera activar inversiones públicas, coordinadas con fondos europeos, que no deberían impedirse por el cumplimiento de las reglas fiscales. Lo cual podría ser una oportunidad para volver a plantear una cuestión ya debatida (y rechazada) en las reformas anteriores del Pacto de Estabilidad y Crecimiento: la exclusión de la inversión pública en el cómputo del déficit público.
Es difícil entender la decisión que ha tomado el Consejo de Gobierno del BCE sin pensar en Italia. Esta última recesión está ligada en gran parte a la restricción de las condiciones de financiación derivadas de las tensiones en el mercado de deuda pública. Por eso tiene sentido proporcionar al sistema bancario italiano un horizonte de acceso a la liquidez y primas de riesgo moderadas. No se sabe si va a ser eficaz, pero al menos es un ejemplo de que la principal institución de la unión monetaria no se resigna a seguir a la deriva en medio de la pugna de China y Estados Unidos por la hegemonía de una economía global en transformación. Ahora que se nos va Draghi (¡Ay Dios mío!), es el momento de reforzar los instrumentos e instituciones comunes para que el área euro sea capaz de cambiar y de crecer a la vez.