El gobierno estadounidense ha decidido recurrir a los aranceles como instrumento para mitigar los efectos negativos del comercio sobre su economía. Si dejamos a un lado la retórica mercantilista, la vulneración de las normas de la OMC y la estrategia negociadora del abusón, deberíamos aceptar que existe un problema. Varios estudios empíricos recientes muestran que la exposición creciente a las importaciones ha reducido el empleo y ha elevado la incertidumbre sobre las rentas salariales de los trabajadores. Los perdedores de la globalización se concentran en determinados sectores y regiones; y la verdad es que sus pérdidas están poniendo en cuestión la sostenibilidad del grado de liberalización comercial alcanzado por la economía mundial. Pero, ¿son los aranceles la mejor alternativa de política pública? ¿Es posible conciliar la apertura comercial y la protección de los trabajadores?
Un Documento de Trabajo del National Bureau of Economic Research de Lyon y Waugh (2018) presenta un análisis cuantitativo de cómo mitigar los costes de la apertura comercial con instrumentos fiscales. El modelo es ricardiano, de manera que el comercio se origina por las diferencias en la productividad con la que se fabrican los bienes. Los trabajadores están sujetos a riesgo sobre sus salarios, derivado tanto de la productividad del sector en el que trabajan como del efecto del comercio a través de las importaciones (que reducen el precio de los productos y también el valor de su productividad marginal). No pueden asegurarse en el mercado frente a ese riesgo y deciden trabajar o no (margen extensivo), pero también pueden emigrar a otro sector o región donde la productividad y los salarios sean más elevados.
En estas condiciones, un sistema fiscal progresivo que financie un mecanismo de aseguramiento social, que compense por la posible pérdida de renta (incluido por causa de desempleo), permite mejorar de manera sustancial (hasta un 25%) el bienestar social, respecto a un sistema fiscal proporcional (en el que todos pagan una misma parte de su renta). Estos beneficios sociales aumentan cuando lo hace la apertura comercial del país; su conclusión es que por cada 10 puntos de aumento de las importaciones respecto al PIB de un país, el tipo marginal máximo del impuesto sobre la renta debería aumentar 5 puntos. No es que la progresividad no tenga costes económicos; reduce la eficiencia porque merma los incentivos a la emigración, que facilita que los trabajadores se dirijan a las industrias más productivas. Pero hasta cierto nivel, que puede llegar a un tipo marginal del 63% si las importaciones alcanzan el 40% del PIB, las ganancias del aseguramiento de renta para los trabajadores compensan estas pérdidas.
Los autores evalúan también el efecto de los aranceles, como alternativa o complemento a un impuesto progresivo sobre la renta. Su conclusión es que la introducción de aranceles siempre tiene un coste de eficiencia, porque encarece los precios para los consumidores domésticos sin lograr proteger frente al riesgo de la renta laboral.
Este gráfico en tres dimensiones, incluido en el Documento, muestra el efecto sobre el bienestar social de distintas combinaciones de progresividad fiscal y del tipo aplicado al arancel. La estrella muestra el punto óptimo, que corresponde a un arancel nulo. Y la capa de azul más intenso ilustra un resultado que convendría telegrafiar a la Casa Blanca, al United States Trade Representative (USTR) y al Departamento de Comercio: la peor combinación, desde el punto de vista del bienestar social, es un sistema fiscal regresivo (con progresividad negativa) y unos aranceles elevados. Humm…se parece mucho a la combinación de políticas hacia la que avanza Estados Unidos.
El modelo tiene limitaciones, por supuesto: no incluye el comercio intraindustrial; asume una elasticidad de la oferta de trabajo muy baja, que modera los supuestos costes económicos de la productividad y no considera el efecto del comercio sobre la distribución de la renta y de los riesgos entre el capital y el trabajo. Pero apunta una línea de gran interés, que conecta directamente con las preocupaciones expresadas por Dani Rodrik. El economista de Harvard ha argumentado que la aceleración en la apertura comercial en Estados Unidos ha ido acompañada de un debilitamiento de los mecanismos de aseguramiento social y protección a los trabajadores. Este modelo contrasta con el europeo, en el que los elevados niveles de apertura comercial se complementan con un Estado de Bienestar potente.
Tras la enmienda a la totalidad que ha presentado el gobierno estadounidense al modelo tradicional de apertura comercial del mundo desarrollado, y también a las reglas multilaterales que vienen tratando de generalizarlo, se libra una batalla de calado. Lo que se dirime es la elección entre dos vías para la globalización: una de regresión hacia una economía con menor peso de intercambios comerciales y mayor protección arancelaria; y otro que tratará de preservar la globalización comercial reforzando los instrumentos de aseguramiento social y de protección a los trabajadores, tratando de que la apertura pueda beneficiar a todos.
Los argumentos económicos tradicionales sobre la superioridad normativa del libre comercio y el coste de eficiencia de los aranceles no serán suficientes para decantar esta batalla. El caso de Estados Unidos es particularmente complejo, porque se trata de un país grande en términos de comercio internacional (sus importaciones de bienes suponen el 15% de las importaciones mundiales). Cuando entre en vigor todos los aranceles anunciados por la administración, la subida de los precios domésticos para las importaciones y la consiguiente reducción de su demanda podrá acabar reduciendo los precios internacionales de algunos de los bienes que importa EEUU, mejorando así sus términos de intercambio. Pongamos como ejemplo el de un bien sobre el que ya se ha hecho efectiva la subida de aranceles: las lavadoras. Los precios en los grandes almacenes americanos de las lavadoras importadas han subido (casi un 10%), pero es posible que los precios antes de aplicar el arancel acaben bajando, reduciendo una parte del margen de los productores extranjeros.
El corolario es que, a corto plazo, es posible que pueda parecer que los aranceles generan beneficios económicos. Es cierto que gran parte de estos efectos acabarán engordando los rendimientos del capital de las empresas americanas que compiten con las importaciones, sin que los trabajadores de esos sectores reciban mayores salarios y a costa de mayores precios pagados por todos los consumidores. Tampoco parece que los ingresos por la subida de aranceles (que pueden ser considerables, dados los tipos anunciados y la base imponible de importaciones) vayan a utilizarse en políticas sociales.
Cuando pase el tiempo y se pueda hacer una evaluación serena, el frenesí arancelario de la administración republicana probablemente aparezca como una regresión impropia de un país desarrollado. El problema real del colectivo de trabajadores menos cualificado y más expuesto a la globalización en Estados Unidos no se arregla con impuestos nacionales que graven todo lo extranjero. Se arreglaría si se deciden a utilizar los impuestos generales para construir un Estado social como el que tienen los países más desarrollados y más abiertos al exterior.