Acción común vs. responsabilidad individual en la UE

Esta semana se ha presentado en el Ministerio de Industria, Comercio y Turismo dos números de ICE, Revista de Economía, sobre el diseño de la Unión Europea (UE): uno sobre el Mercado Interior Europeo, 25 años después y otro sobre El futuro de la Unión Europea. Ambas ediciones dan una muy buena perspectiva sobre el estado actual del debate europeo en un amplio abanico de temas, incluyendo las políticas presupuestaria, fiscal y monetaria, la dimensión social europea, el mercado interior de bienes y servicios, la integración financiera, las políticas energética, comercial y de competencia, la política exterior o la reforma de las instituciones europeas. Aprovechando la coyuntura, sin ánimo de síntesis (desafortunadamente, no pude estar en la presentación, mejor ir directamente a los dos números) y confieso que con cierto interés personal (he coordinado el segundo), reitero aquí algunas consideraciones genéricas sobre la integración económica en Europa.

Sin perjuicio de los matices que afectan a cada política, el desarrollo de la UE puede entenderse desde la dialéctica entre acción común frente a la de la responsabilidad individual de los países, que, esquematizando, separa, por un lado, a la teoría de la integración económica (que prescribe acciones comunes) y, por otro, a la práctica de la negociación, en la que priman, como es natural, los intereses de país y la responsabilidad individual. De nuevo simplificando –y sin perjuicio de ciertas diferencias ideológicas entre socialdemócratas (prima lo común) y liberales (lo individual)–, la dimensión que domina el posicionamiento en el debate es sobre todo de país, con los “periféricos” apuntándose a las prescripciones de la teoría y los países “centro” apelando a la responsabilidad de país.

Desde el punto de vista de la teoría, existe un amplio consenso en que la arquitectura de la zona euro es aún incompleta, en el sentido de que no ha desarrollado los instrumentos suficientes para hacer frente a crisis de carácter asimétrico entre países. Con la integración los países pierden la política monetaria y cambiaria, pero también capacidad fiscal al perder el control de la moneda en la que se emite la deuda y el recurso al préstamo de última instancia (como ha evidenciado la crisis del euro en 2010-2012). En estos casos, se plantean dos vías complementarias para contrarrestar la asimetría de los shocks: (i) reforzar las políticas europeas que permitan contrarrestar las asimetrías, especialmente, una política fiscal anticíclica común (además de la unión bancaria plena); y (ii) tratar de reducir el coste de la crisis en términos de recesión y desempleo a través de una mayor flexibilidad dentro de la zona euro –flexibilidad de precios y salarios, pero también la movilidad de capital y de trabajadores, en el país, y entre países (emigración)–.

Sin embargo, en la práctica las reformas en la UE están marcadas por la lógica de la responsabilidad de los países, asentada en los artículos 123 y 125 del Tratado de Funcionamiento de la UE, y en el principio de subsidiariedad, que condiciona la intervención comunitaria a que los Estados miembros no puedan alcanzar por sí solos los objetivos deseados. En las políticas no comunes, el país retiene un amplio margen de autonomía –por ejemplo, en las políticas de protección social–. Pero a medida que se van comunitarizando, se suelen establecer una serie de requisitos de homogeneización y se va estrechando el margen de maniobra del país a través de directivas y reglamentos hasta llegar, en su caso, a la pérdida de la competencia nacional –es el caso, por ejemplo, de la política comercial con la armonización previa de aranceles o el de la monetaria a través de los criterios de convergencia–. El objetivo de la armonización previa es evitar que la nueva política comunitaria “herede” los desequilibrios de los países que la integran.

El debate, aplicado a la crisis del euro, se traduce en que las reformas emprendidas como respuesta a la crisis del euro han seguido esta misma lógica, pero marcadas por unos plazos más breves ante la necesidad de dar respuestas rápidas a la crisis. Siguiendo la responsabilidad de país, las primeras medidas han sido de homogeneización, centradas en la regulación y la supervisión, tanto macroeconómica (pacto fiscal europeo, six-pack, two pack), como financiera, con la creación del MUS (en 2014) y el MUR (desde 2015), dentro de la Unión Bancaria.

Sin embargo, “los asuntos del dinero” se están dilatando, con tres tipos de argumentos principales: el principio de no rescate de los tratados, el de la herencia de los pasivos de los países y el problema del riesgo moral (la posibilidad de que el país lleve a cabo políticas menos sostenibles ante la expectativa de rescate). La última terminología que se está utilizando es la necesidad de reconciliar los objetivos de “reducción del riesgo” y la “mutualización del riesgo”. En otras palabras, las soluciones colectivas se deben abordar sólo cuando se haya alcanzado una suficiente reducción de los pasivos heredados, por ejemplo, en el caso de la Unión Bancaria, el debate se está centrando en los préstamos dudosos y las tenencias de deuda pública de los bancos; en los eurobonos, en la deuda pública; y en la unión fiscal, en los niveles de déficit y deuda o en el nivel de desempleo.

Estas consideraciones son las que marcan que las ayudas del MEDE estén sujetas a condicionalidad, que la Unión Bancaria no haya completado su pilar de garantía de depósitos o que la mutualización del fondo del MUR se dilate hasta 2024. Más lejos parece aún un Tesoro europeo o los eurobonos, o incluso, otras propuestas menos ambiciosas centradas en mecanismos fiscales para contingencias específicas ‒protección de inversiones, seguro de desempleo, fondo para contingencias extraordinarias (rainy day).

A la hora de contemplar los siguientes pasos, es preciso tener en cuenta dos consideraciones más.

En primer lugar, el riesgo de histéresis institucional. El proceso de reforma en Europa exige costosos equilibrios políticos de manera que cualquier cambio tiende a perdurar en el tiempo y a retrasar la adopción de posibles reformas alternativas que mejoran a las aprobadas. Una vez ya se ha asentado el esquema básico de respuesta a la crisis (y mientras no llegue otra), es mejor dilatar las reformas en lugar de adoptar soluciones intermedias que después perduren. En particular, hay que desconfiar de las reformas intermedias que recaigan en exceso en el mercado como mecanismo disciplinador, por ejemplo, del endeudamiento del sector público (es el caso de propuestas como los ESBies o los esquemas de reestructuración de deuda). Si algo se ha aprendido de la crisis es que los mercados financieros no son ni disciplinados, ni disciplinadores. Tienden a tener un comportamiento inversor y una actitud frente al riesgo procíclica y son susceptibles de comportamientos de euforia (burbujas) y de pánico, que han estado en el centro de la crisis.

En segundo lugar, la necesidad de avanzar sin prisa, pero sin pausa. La UE ha llevado a cabo reformas muy sustantivas en respuesta a crisis. Así, por ejemplo, en 2009 era impensable que habría un MEDE para rescatar países o que el BCE compraría deuda pública a través de su política de expansión cuantitativa (este ha sido el elemento más importante de la mutualización de riesgos durante la crisis). Aunque no del todo, estamos mejor preparados para afrontar la próxima crisis. Sin embargo, quedan importantes retos pendientes, tanto en términos de arquitectura económica –principalmente, completar la Unión Económica y Monetaria–, como, más en general, en términos de dar a la ciudadanía europea una mejor respuesta los grandes desafíos de las próximas décadas como la sostenibilidad medioambiental y de la Europa del bienestar o hacer frente al impacto económico y social de la globalización, el cambio tecnológico, la sociedad de la información o la inmigración.

En la práctica, las reformas suelen avanzar más en los tiempos malos.