La política fiscal en tiempos excepcionales: Agenda 2027

La relación entre la política fiscal y el entorno macroeconómico ha venido siendo compleja al menos desde que se sentó el principio de que el “equilibrio presupuestario” (en cualquiera de sus acepciones) debía buscarse “a lo largo del ciclo”. La calidad de la política fiscal, inicialmente medida por el criterio simple (gastos igual a ingresos), pasaba a sustituirse por el criterio de equilibrio en el promedio del ciclo.

Cómo hacer practicable este criterio ha sido desde entonces una línea de trabajo prioritaria para buena parte de la profesión económica, sin terminar de dar un resultado plenamente satisfactorio. Sin entrar en los detalles de las discusiones (con tintes a veces cuasi-teológicos) hay que constatar que, a día de hoy, no tenemos un sistema de estimación de saldo presupuestario estructural (corregido por el ciclo económico) unánimemente aceptado; al menos no con la suficiente legitimidad como para basar en él las delicadas (y frecuentemente dolorosas) decisiones de política fiscal.

En efecto, calcular el impacto de una determinada fase cíclica (un punto por encima o por debajo de tendencia, por ejemplo) sobre el presupuesto es relativamente fácil, pero estimar en qué fase del ciclo nos encontramos es notoriamente más difícil. Piénsese en el impacto de reformas estructurales, afluencia de emigrantes o fenómenos catching up, que pueden no sólo modificar la amplitud del ciclo, sino mover su punto central. Todo ello genera un problema importante para determinar cuál debe ser la orientación exacta de la política fiscal en cada momento.

Pero, sobre todo, crea un problema de economía política. El Ministro de Economía y Finanzas tiene una tarea intrínsecamente compleja: defender una política fiscal razonable frente a un entorno (ministerios de gasto y parlamento) naturalmente interesado en aumentar gasto y reducir impuestos. Esa tarea se complica aún más, y de manera notable, ante la falta de referencias claras sobre cuál debe ser exactamente la política fiscal en cada momento del tiempo. Tanto más, cuanto más impredecibles sean los ciclos o los shocks que reciba la economía.

 

Viene esto a cuento del entorno completamente excepcional al que se enfrenta desde hace dos años la política fiscal en todo el mundo: tras el abrumador impacto presupuestario de la pandemia (cifrado en cerca de dos dígitos de PIB en los países desarrollados) y las medidas extraordinarias adoptadas para afrontarla, estamos en una fase de gradual superación de la crisis sanitaria y retirada de esas medidas; pero en paralelo –en el ámbito europeo- estamos consolidando un factor nuevo, distinto e igualmente inédito, de excepcionalidad: los Fondos Next Generation EU europeos, un programa de donaciones dedicadas a inversión, centrado en la digitalización y descarbonización de la economía; inversión limitada a un periodo de seis años (2021-2026), y de elevado importe (unos seis puntos de PIB en total para España).

Todo ello configura un marco sin precedentes, y hasta cierto punto confuso, para la evaluación de dónde está exactamente nuestra política fiscal “subyacente”, y dónde debería estar. En las siguientes líneas intentaremos arrojar algo de luz sobre esta cuestión, centrado en nuestro país y soslayando conscientemente la cuestión de cómo evolucionen las reglas fiscales europeas –atenderemos a lo que nos debería interesar como país, al margen de lo que desde Bruselas nos obliguen a hacer.

Constatemos en primer lugar que partimos de una situación delicada; aunque, como es esperable en función de lo señalado en los primeros párrafos, difícil de cuantificar tras esta sucesión de acontecimientos excepcionales. Dada la dispersión de estimaciones sobre dónde estará el déficit estructural al cierre de 2021, asumamos que para no perdernos en los detalles “no menos de 4,5 puntos de PIB” es una aproximación razonable. Esa cifra concuerda con los cálculos que grosso modo pueden hacerse en función de los aumentos de gasto estructural decididos en 2020 y 2021, añadidos a nuestro déficit pre-pandemia del 2,9% en situación de aproximada neutralidad cíclica. Y se encuentra en la parte baja de estimaciones formales e informales que se manejan (de ahí el “no menos de”…).

Esa viene a ser la dimensión (mínima) de nuestro problema fiscal a día de hoy, que se manifestaría ceteris paribus en el déficit nominal en cuanto el PIB vuelva a tendencia. Sin embargo, como ya se dijo se avecina un voluminoso programa de inversión pública que va a cambiar sustancialmente los parámetros fiscales nominales –pero no (al menos no significativamente) los estructurales.

En efecto, se trata de un programa de inversión cuantioso pero temporal. En una economía ávida de inversión como la española, esta inyección de recursos (a ritmo aproximado de un punto anual de inversión adicional, más el apalancamiento de inversión privada que pueda lograrse) va a generar un ciclo expansivo de notable intensidad. Podemos esperar altas tasas de crecimiento del PIB y de la recaudación tributaria (por la actividad generada y la inflación de activos asociada), facilitando la reducción aparente del déficit público; una bonanza ciertamente más que bienvenida después de la ansiedad económica sufrida durante la pandemia… pero que también acarrea el riesgo de que se tome lo temporal como permanente y se extienda la sensación engañosa de que nuestros problemas fiscales de fondo se están arreglando o han desaparecido.

Es fundamental no dejarse deslumbrar por las lustrosas cifras presupuestarias nominales que llegarán en los próximos años. Serán la pura manifestación de un fenómeno exógeno y temporal, sin ninguna relación con nuestra capacidad fiscal de fondo. Debemos administrar prudentemente estos windfall profits, con la vista puesta en el momento en que los fondos se acaben. Si se quiere, desarrollar una “Agenda fiscal 2027”, que prescinda de los fuegos artificiales en estos seis años para centrarse en lo mollar, cuestión que si no se aborda reemergerá –with a vengeance- en ese año. El foco tiene que estar puesto en el saldo presupuestario cuando la bonanza inversora haya finalizado y el crecimiento del PIB vuelva a tendencia, y también en el potencial productivo que pueda quedar como legado.

Fondos Next Generation EU y PIB potencial

Empecemos por esto último y constatemos que el potencial productivo del país no variará significativamente pese al voluminoso programa de inversión. Podemos llegar a esta conclusión estimando la inversión total adicional acumulada que los fondos Next Generation EU inducen; supongamos unos 20 puntos de PIB en capital adicional (lo que implica una tasa de apalancamiento algo superior a 1:2), un supuesto prudente teniendo en cuenta las tasas de subvención promedio y la canalización vía licitaciones (sin inversión inmediatamente inducida) de una parte relevante de los fondos.

Supongamos también que esta inversión rinde en promedio un 5%, un supuesto conservador teniendo en cuenta que parte de los fondos financian bienes públicos varios (particularmente descarbonización pura, que –aun siendo tremendamente rentable en términos ambientales- no tiene impacto en PIB). En esas condiciones, la inversión extra desarrollada en estos seis años generaría en torno a un punto adicional en el nivel (no el crecimiento) de PIB. Equivalente aproximadamente al crecimiento de un semestre. Nada que nos vaya a cambiar la vida.

Dado que las inversiones no modificarán sustancialmente nuestro PIB potencial, cobran especial importancia las reformas exigidas por la normativa Next Generation EU, entendidas como medidas regulatorias que favorecen el desarrollo más sencillo de la actividad económica. Aquí hay un margen notable: son muchos los ámbitos (política de permisos, prácticas de contratación, coordinación entre administraciones públicas) donde un cierto volumen de gasto juiciosamente asignado, puede conseguir vencer resistencias o crear prácticas o mecanismos nuevos para facilitar la actividad económica –dejando así un legado permanente de dinamismo económico, más allá de la vigencia de los fondos Next Generation EU.

Es muy importante orientar los esfuerzos en esta dirección, yendo mucho más allá de las reformas entendidas como “medidas necesarias para que inversión Next Generation EU pueda fluir”. Sin limitarse, por supuesto, a lo requerido por la UE bajo este particular programa, que es una exigencia de mínimos y no de máximos. Dedicar recursos financieros a crear o desbloquear mecanismos que puedan generar dinamismo económico permanente es –aparte de una inversión extraordinariamente rentable- otra forma de mejorar nuestra capacidad fiscal, diluyendo nuestro problema fiscal en una base económica ampliada.

Fondos Next Generation EU y política fiscal

En cuanto al manejo de la política fiscal propiamente dicha, es importante en primer lugar asegurar que los recursos Next Generation EU se dediquen efectivamente a inversión adicional. Para ello hace falta aumentar cada año la inversión pública, respecto a la tendencia anterior, en una cifra similar a los fondos Next Generation EU que se perciben. Esta es una condición establecida por Bruselas, para evitar el riesgo de que los países canalicen hacia los fondos Next Generation EU la inversión que ya hacían, dedicando en términos netos los fondos NG (supuesto gasto total constante) a gasto corriente.  En el discurso Next Generation EU de la Comisión Europea, esta condición ha quedado misteriosamente en segundo plano durante los últimos meses, pero es crucial para que los fondos Next Generation EU desplieguen todos sus efectos.

En segundo lugar, debemos tener claro que la inversión Next Generation EU por sí sola no modificará significativamente nuestra posición fiscal subyacente. Antes estimábamos un punto porcentual aproximado de aumento en el nivel de PIB como consecuencia del capital adicional acumulado 2021-2026, y a ello corresponderían unas cuatro décimas de ingresos tributarios adicionales permanentes, lo que ceteris paribus dejaría nuestro déficit estructural por encima del 4% en el mejor de los casos.

¿Cuál debe ser entonces la orientación de la política fiscal en estos seis años? Hay un consenso general en que los estímulos asociados a la pandemia deben retirarse con cautela para no perjudicar la recuperación. Ése es también el trasfondo del plan Next Generation EU que venimos comentando, que además de acelerar la digitalización y la descarbonización pretende sostener la demanda agregada con ese abundante flujo de inversión pública, en un momento en que parte de la demanda privada puede estar aún titubeante.

Es importante, en cualquier caso, tener claro que el debate sobre estímulos y “expansividad” de la política fiscal es un debate sobre gasto público temporal, “de quita y pon”: el asociado a la pandemia (inherentemente temporal en su inmensa mayoría) y el que llegará vía inversión pública (también inherentemente temporal), y cómo deben secuenciarse uno y otro para asegurar que no se lastra la demanda agregada. Este debate no gira en ningún caso sobre cómo debe manejarse el gasto público permanente, que es una discusión completamente distinta –disociada de la coyuntura económica y vinculada con el tamaño deseable del sector público y la capacidad fiscal del país.

En esta coyuntura –como, en realidad, en cualquier otra– el aumento del gasto permanente debe asentarse en un aumento de los ingresos “permanentes”: bien tendencial (por el aumento inercial del PIB y consiguientemente de la recaudación impositiva), bien discrecional por subidas de impuestos. En definitiva, debe manejarse como si no hubiese fondos Next Generation EU, cuyo impacto en la recaudación desaparecerá a partir de 2026.

Por tanto, la política fiscal debería atender al aumento tendencial del PIB (digamos 3% anual nominal), y limitar el aumento de gasto permanente de cada año a esa cifra; dado que los ingresos públicos crecerían tendencialmente algo por encima de ese registro (por la progresividad del sistema tributario), así se aseguraría que el déficit estructural se redujese en algunas décimas año tras año. Lógicamente, ese 3% se vería aumentado en función de la recaudación (estimada de forma rigurosa) asociada a las elevaciones de impuestos que se produzcan cada año.

Los aumentos de ingresos que superen esa cifra (esto es, los ingresos extraordinarios asociados a la actividad económica generada por los fondos Next Generation EU) podrían dedicarse en parte a “tapar agujeros” de la pandemia. Por ejemplo, recapitalizar las sociedades y organismos públicos, incluso cuando esta operación impacte en el déficit público; este sería un gasto de una sola vez, plenamente justificado para que el sector público pueda afrontar con garantías el proceso de recuperación.

Cubierto este punto, el destino principal de esos ingresos extraordinarios debería ser reducir deuda. No tanto porque ahora mismo sea un objetivo perentorio, sino porque no hay ningún uso alternativo de esos fondos que sea razonable. Inversión pública ya vamos a tener en abundancia gracias a los fondos Next Generation EU, situándonos al límite de nuestra capacidad de ejecución; no parece factible, ni tampoco recomendable, aumentarla aún más con recursos propios españoles. Financiar gasto corriente –más allá de algunos casos muy puntuales de gasto “de una sola vez”– sería contraproducente, por las razones indicadas.

La reducción de la deuda enviaría además una señal de normalidad presupuestaria que sería positiva, y por supuesto ayudaría a atenuar el factor de vulnerabilidad que la deuda puede suponer cara a futuro, en un entorno de eventual subida de tipos de interés.  En todo caso, más importante que lo que hay que hacer con esos ingresos extraordinarios es lo que NO hay que hacer: elevar el gasto estructural.

El objetivo último y fundamental es llegar a 2027, “cuando el polvo se asiente”, con una posición fiscal manejable que evite la necesidad de un ajuste presupuestario inopinado. No porque lo imponga Bruselas sino porque lo necesitamos nosotros. España no se puede permitir otro ciclo boom-bust como los de 1993 y 2008. Para un país (sobre todo sus generaciones jóvenes) todavía no plenamente recuperado del shock de 2008, el legado en términos de expectativas frustradas, planes de vida truncados, malestar social y desafección política sería terrible.

El papel del BCE, o stocks vs flujos

Lo anterior es aún más importante en función del entorno exterior: el BCE comienza ya a dar señales de un futuro viraje hacia una política monetaria “menos extraordinaria”, con lo que el entorno de compra masiva de bonos públicos probablemente vaya desapareciendo en los próximos meses. Puede haber razonable seguridad en que la deuda pública acumulada durante la pandemia tendrá un tratamiento generoso, que en términos prácticos la haga poco relevante para la política fiscal en los años venideros. Pero una cosa son los stocks y otra los flujos: un déficit recurrente post-pandemia, no relacionado con ella, será probablemente visto con enorme recelo desde Frankfurt.

Particularmente, en un contexto en que el resto de países normalicen gradualmente –como es previsible– su posición fiscal. Nada peor, en esas condiciones, que convertirnos en un outlier con registros fiscales pobres, situados en el foco por los miembros más “ortodoxos” del Consejo del BCE, y obligados a colocar en mercado varios puntos de PIB de emisiones de deuda nueva en ese precario contexto.

De manera más general, las medidas adoptadas por el BCE y por la UE (fondos Next Generation EU) suponen un extraordinario voto de confianza en los países con tradición fiscal más laxa en la UE. Esta grand bargain es un hito sin precedentes en la historia de las instituciones europeas, con horizonte temporal pero vocación permanente. Sería un error histórico no responder a ese voto de confianza con un manejo sólido y riguroso de nuestra política fiscal, que asegure no sólo nuestra propia estabilidad económica a futuro, sino también la permanencia en el tiempo de esos instrumentos conjuntos de respuesta europea a shocks económicos.