Estancamiento secular: Epílogo

Hace ya más de un año que comenzamos esta serie de entradas sobre estancamiento secular, y que concluimos hoy. Desde entonces, la coyuntura económica mundial ha mejorado notablemente, de manera bastante generalizada por países y áreas, disipando en buena medida el pesimismo anteriormente reinante. Sin embargo, haríamos bien en tomarnos con cautela esta recuperación, dado que estamos ante una fase alcista del ciclo económico mundial con unas peculiaridades muy llamativas y sin precedentes en la historia reciente.

En efecto, no parece haber antecedentes de un “pico” del ciclo económico con inflación persistentemente por debajo de los objetivos de los bancos centrales. O con unos tipos de interés a largo plazo cercanos a los mínimos históricos. En la era de los bancos centrales autónomos (últimos 30 años), tampoco hay ejemplos en el mundo desarrollado de una fase de expansión económica coincidente con una política monetaria ultraexpansiva. En el ámbito fiscal, los elevados niveles de deuda pública sí tienen antecedentes en fases expansivas recientes (años 80), pero en aquellos casos el sobreendeudamiento público fue enjugado gracias a procesos inflacionistas posteriores, posibilidad que ahora parece cegada por la persistente atonía de la inflación mundial.

En función de lo anterior, podríamos estar ante una demanda estructuralmente alicaída, coyuntural y modestamente revitalizada por el momento cíclico favorable. Fenómeno del que sería responsable sobre todo la inversión, que desde hace una década muestra una notable debilidad en comparación con ciclos económicos anteriores: en efecto, el devenir económico mundial desde la crisis financiera de 2007 ha venido marcado en buena medida por la incapacidad de las autoridades económicas para inducir un volumen suficiente de inversión corporativa y doméstica.

La coincidencia de una fase cíclica favorable con una política económica que opera en sentido notablemente expansivo a escala mundial (política fiscal neutral más política monetaria ultraexpansiva) es en sí misma muy reveladora: nos muestra que, incluso en condiciones en que la renta agregada crece y las expectativas mejoran, la demanda agregada no crece espontáneamente a la tasa necesaria para que el proceso sea sostenible (de ahí la necesidad de que la política económica la apoye adicionalmente).

Pero esa coincidencia nos sugiere también la existencia de riesgos importantes a medio plazo, ante la posible inversión temprana del ciclo económico; indica que las autoridades económicas mundiales están escasamente preparadas para esa eventualidad, tanto en el ámbito monetario como en el fiscal: en el primero, no hay apenas margen para una política más expansiva que la actual, dado que (como hemos visto en los últimos años) existen limitaciones prácticas muy importantes a la bajada de tipos y al volumen de activos que el Banco Central puede razonablemente comprar a vencimiento. Por su parte, la política fiscal está limitada por los elevados niveles de deuda pública y, en menor medida, por los déficits estructurales en algunos países desarrollados.

Recapitulando

Partiendo de la evidencia de debilidad de la demanda agregada en tiempos recientes, en esta serie de entradas hemos intentado identificar las variables que podrían explicarla. Repasemos brevemente las principales a modo de conclusión.

Los factores demográficos están jugando como vimos un papel importante desde hace ya varias décadas: por un lado, la incipiente ralentización de la población mundial, agotando esa fuente de crecimiento “fácil” que ha consistido en proveer de bienes y servicios a un contingente creciente de humanos en el mundo, y aprovechar adicionalmente las economías de escala generadas en el proceso; por otro, el gradual envejecimiento de la población mundial, que, combinado con las penurias de los sistemas públicos de aseguramiento social, está generando un creciente volumen de ahorro en el mundo, de imposible absorción (salvo a unos inviables tipos de interés “muy negativos”) para la inversión deseada.

La debilidad de la demanda tiene también que ver con el gradual agotamiento del proceso de globalización, que después de acelerarse durante los últimos veinte años se ha ralentizado hasta prácticamente detenerse: en la gran mayoría de países y áreas económicamente relevantes, el margen para abrir más las economías ya es limitado, y el que existe está seriamente condicionado por las restricciones sociales y políticas. Consecuentemente, el actual patrón de ventajas comparativas y competitivas en el mundo no parece que vaya a cambiar de manera apreciable en los próximos años, y esto irá probablemente asociado a menores tasas de crecimiento económico: no tanto, en esta perspectiva keynesiana, por las ganancias de eficiencia que no llegarán (esencialmente irrelevantes a escala macro), como por la inversión futura que dejará de inducirse.

La crisis financiera también nos ayuda a explicar el reducido crecimiento en tiempos recientes. Un vínculo causal importante (y obvio) es el impacto inmediato de la crisis bancaria sobre el volumen de crédito y de los rescates bancarios sobre el déficit y deuda públicos en los últimos años. Pero el insight verdaderamente relevante es que, finalizada en lo esencial la digestión de la crisis, la demanda muestra una notable atonía –evidenciando que, más allá de las idas y vueltas del acelerador financiero, parece existir un problema estructural de demanda.

Dejando por el momento de lado los factores tecnológicos, estas tres variables (demografía, globalización, burbuja-crisis financiera) nos pueden ofrecer una primera aproximación a la interpretación de cómo ha evolucionado la demanda en las últimas décadas: un factor de fondo que actúa como lastre (demografía), una variable temporal que habría actuado temporalmente en sentido contrario (globalización), y una tercera variable que primero ha acelerado (burbuja) y luego frenado bruscamente (crisis) la demanda, no siendo ahora probablemente un factor significativo. Así, desaparecidos en buena medida los efectos de la globalización y del ciclo burbuja-crisis financiera, la debilidad latente en la demanda se estaría evidenciando plenamente.

La conclusión esencial de todo lo anterior es que el crecimiento en el mundo ha perdido buena parte de las “muletas” que lo apoyaban. Desaparecidos estos convenientes apoyos, el crecimiento económico queda a expensas de las innovaciones tecnológicas. Teniendo en cuenta que, en esta perspectiva keynesiana, el impacto de las innovaciones se mide (una vez más) por su capacidad de generar nueva inversión.

Aquí nos encontramos con una paradoja: de un lado, tenemos la revolución digital, que está generando una sacudida importante en el tablero económico (léase, los precios relativos), del tipo que suele inducir nueva inversión. Pero sucede que, como vimos en la entrada sobre este tema, la nueva “inversión en digitalización” tiene peculiaridades que anulan buena parte de ese efecto: en particular, su ínfima tracción sobre otros sectores económicos, puesto que la mayoría de recursos dedicados a inversión de este tipo no movilizan recursos físicos (insumos, etc.) sino que remuneran trabajo cualificado (sueldos de informáticos) y licencias informáticas (royalties y similares). Por tanto, su impacto de segundo orden en la demanda queda mediatizado por la propensión al gasto de quienes reciben estos pagos.

También debe resaltarse, de manera más general, que el impacto positivo fugaz (casi de una sola vez) de la inversión en digitalización sobre la demanda,  se contrapesa con el impacto contractivo que induce sobre esta variable en los años posteriores: su probable sesgo negativo sobre el empleo, sustituyendo labores humanas de cualificación media o media-baja por rutinas informáticas predefinidas; y, no menos importante, la sustitución que facilita de los cauces físicos de actividad humana (que tienden a generar movimiento económico) por cauces virtuales con mucho menor impacto en el PIB –piénsese en la misma compra hecha en un centro comercial (con desplazamiento humano, posibles compras por impulso en otras tiendas, o consumición de servicios de restauración) o por comercio electrónico, desde el salón de casa.

En general, la economía de “coste marginal cero” es una economía que genera “agujeros negros” de demanda, ofreciendo a los agentes económicos vías para cubrir sus necesidades sin generar prácticamente “tracción económica”: la otra cara del coste marginal cero es un “arrastre cero” sobre otros sectores económicos cuando la demanda aumenta. En último término, la digitalización está generando una rápida erosión de los multiplicadores keynesianos, tanto del consumo como de la inversión, contribuyendo de manera creciente a la fragilidad de la demanda agregada.

A lo anterior se une la elevación de la desigualdad que este nuevo mundo digital viene induciendo, al reducir comparativamente el valor del trabajo de cualificación media-baja (sustituible por rutinas informáticas) y elevar el valor del trabajo de cualificación alta –incluyendo por cierto el puramente empresarial: una buena idea empresarial vale mucho más cuando se puede difundir vía internet entre toda la clientela mundial a coste unitario cercano a cero. Tendencia acentuada por otros factores que mencionamos en la entrada sobre distribución de la renta, como la propia globalización, cambios institucionales, o la modificación de los modelos laborales. Como también vimos en esa entrada, la desigualdad puede ser un factor autónomo de retracción de la demanda, poniendo cada vez más renta en manos de agentes económicos con menor propensión a gastarla.

Abundancia micro, ansiedad macro

Así, el “paraíso micro”, caracterizado por la cobertura (más o menos) generalizada, a muy bajo coste, de todas las necesidades humanas que pueden satisfacerse con contenidos digitalizables, tiene como reverso un panorama macro cada vez más complejo.

Al hilo de esa complejidad macro vienen problemas añadidos: como ya advirtió Benjamin Friedman, los periodos de débil crecimiento suelen inducir una degradación de los comportamientos sociales. Según la tesis de Friedman, el crecimiento económico hace de válvula de escape para los conflictos sociales; así, cuando la economía se estanca, la menor holgura económica de las familias reduce los niveles de altruismo y cooperación, favorece la retracción en comunidades más pequeñas, y suele venir acompañada de una radicalización política. Mucho más (aunque esto no lo dice Friedman) cuando, como ahora, el crecimiento débil va acompañado de una intensificación de la desigualdad, y un creciente nivel de riesgo económico para el agente económico mediano, carente de acceso fácil a empleo estable, y con una red de seguridad social cada vez más mermada.

Esto podría explicar la aparente paradoja de que una población con creciente bienestar material (por la explosión en el consumo de bienes digitalizables), evidencie unas patologías sociales y políticas cada vez más marcadas, con resultados que nos habrían parecido increíbles hace apenas unos años (los ejemplos, nacionales y extranjeros, están en la mente de todos). La clave es que el ciudadano, cuando saca la cabeza de su móvil o su tableta, se encuentra un mundo incierto, que le ofrece escasas perspectivas de mejora personal y familiar. Su reacción, al interactuar con el resto del mundo (y al votar), es comprensiblemente “defensiva”; en el camino, los comportamientos cooperativos se resienten y las sociedades pierden.

La razón última de esta paradoja es que, como vimos, las peculiaridades del consumo de bienes digitales hacen posible que nuestro consumo aumente sin generar automáticamente demanda de los bienes y servicios ofrecidos por el resto de agentes económicos. Así, el consumo y el bienestar individual aumentan… pero la economía general tiende a estancarse, y por tanto nuestro entorno laboral y social se deteriora.

Nota final: no es de extrañar que la erosión del multiplicador keynesiano, descrita en el párrafo anterior, venga acompañada de una intensa problemática social. El multiplicador (tan denostado en ocasiones) hace en alguna medida de “pegamento social”, al asegurar que la mejora de mi utilidad personal (vía mayor consumo) repercute en una mejora (de segundo orden) en la utilidad de las personas de mi entorno, que me proveen de bienes y servicios. No debe sorprendernos, por tanto, que la degradación del multiplicador vaya asociada a una cierta degradación de los vínculos sociales. El solipsismo del consumidor de bienes digitales, embebido en su dispositivo y aislado del mundo que le rodea, no deja de ser la imagen fiel de la dimensión económica de esa actividad de consumo, igualmente desvinculada del mundo exterior.

El futuro

Las tesis del estancamiento secular (en la interpretación totalmente personal que se ha presentado en esta serie de entradas) tienen indudablemente ciertas connotaciones lúgubres, empezando por su propio nombre. Sin embargo, no deben tomarse como predicciones catastrofistas insoslayables, sino como medida de los cambios cuantitativos y cualitativos que pueden ser necesarios en el arsenal de políticas económicas y sociales para que el planeta pueda mantener un razonable dinamismo económico y una cierta armonía colectiva. En un mundo de crecimiento reducido e intensa desigualdad, probablemente sea necesario recurrir a instrumentos innovadores y medidas redistributivas más intensas y eficaces, para que los niveles de prosperidad y cohesión social de épocas anteriores puedan alcanzarse de nuevo.

Como decíamos en el prólogo de esta serie de entradas, dentro de unos años la película “Estancamiento Secular” puede ser un documental o una cinta de ficción –dependerá probablemente del arrojo e imaginación de las autoridades económicas. De una manera u otra, como en la maldición china, parecemos condenados a vivir “tiempos interesantes”.