La hoguera del Brexit y el hijo pródigo

Una mañana de enero de 1999 el entonces ministro de Economía de Luxemburgo –y luego presidente de la Comisión Europea–, Jean-Claude Juncker, quemó en el más absoluto secreto, y con ayuda del ejército, millones de billetes de una moneda que nunca llegó a utilizarse. Y, al hacerlo, pensó en el Reino Unido y en Europa.

Para entender esa escena hay que remontarse a veinte años antes, en 1979, cuando se creó el Sistema Monetario Europeo, un mecanismo de estabilidad cambiaria de las principales monedas europeas. En ese momento el Reino Unido optó por no participar, pero poco más de una década después, en 1990, el entonces ministro de Hacienda, John Major, logró convencer a Thatcher de la necesidad de incorporarse al sistema. Lo malo es que eligió un mal momento: los costes de la reunificación alemana habían llevado al Bundesbank a mantener altos tipos de interés, dificultando el mantenimiento de la banda de fluctuación cambiaria para países con elevados déficits fiscales y por cuenta corriente, como el Reino Unido o Italia.

La inconsistencia monetaria terminó estallando: la mañana del miércoles 16 de septiembre de 1992 los mercados comenzaron masivamente a vender libras, convencidos de que Londres jamás subiría tanto los tipos como para mantener el compromiso de tipo de cambio. En una reunión secreta, el ya primer ministro Major y cuatro ministros de su gabinete acordaron que el Reino Unido debía abandonar el Sistema Monetario Europeo y dejar fluctuar su moneda. El “Miércoles Negro”, como después se recordaría, obligó a Italia dos días más tarde a salirse del SME y a varios países más –entre ellos España– a devaluar su moneda, tambaleando los cimientos de la cooperación monetaria europea.

La crisis terminaría de hundir la ya frágil credibilidad del gobierno conservador británico, que perdería estrepitosamente las elecciones en 1997 y no recuperaría el poder hasta 13 años después. Por eso muchos creen que la idea del Brexit dentro del partido conservador se forjó como nunca en esos días.

Las tensiones, sin embargo, no terminaron con las salidas y devaluaciones de septiembre, sino que se exacerbaron en el verano de 1993, cuando Alemania y Países Bajos se replantearon su pertenencia al SME, temerosos de que la debilidad de otros países como Francia –cuya moneda estaba siendo atacada– pudiera arrastrarles. Tal era el miedo a una debacle cambiaria que el ministro de economía luxemburgués, Jean-Claude Juncker, acordó secretamente con el Gran Duque de Luxemburgo y el primer ministro, Jacques Santer, imprimir 50.000 millones en billetes de una nueva moneda, el franco luxemburgués, temerosos de que el hasta entonces uso generalizado del franco belga se volviera insostenible. Eso sí, para disimular –y, llegado el caso, poder negarlo todo–, pusieron en los billetes la imagen de la anterior Gran Duquesa, ya fallecida.

Sin embargo, como tantas veces en la historia reciente de Europa, el sentido de Estado prevaleció, y en agosto de 1993 se decidió mantener el SME ampliando las bandas de fluctuación del 2,25% al 15%. Quienes piensen que hacerlo no tenía sentido económico no han entendido nada de la construcción europea: si se hizo fue porque se creía que había valores mucho más importantes detrás de la cooperación cambiaria que un mero utilitarismo comercial. Por eso no fue, como muchos dijeron entonces, el fin de la moneda única –recordemos que el plan de crear el euro estaba incluido en el Tratado de Maastricht firmado en febrero del año anterior–, sino todo lo contrario: el verdadero germen del euro, la constatación de que los proyectos comunes tienen coste, pero merecen la pena.

Lo curioso de esta historia es que, en la decisión de mantener la cooperación cambiaria, tuvo mucho que ver la crucial intervención de un respetado ministro, quien, una noche, en medio de una de las tensas reuniones negociadoras, se levantó y dijo, solemne: “Si permiten que Alemania y los Países Bajos abandonen el SME, jamás habrá una moneda única. Y a mí, personalmente, me gustaría que algún día mis nietos pudieran pagar en euros”. ¿Saben quién pronunció esas palabras que despertaron de su letargo al resto de ministros y les terminaron de convencer de que el euro era un proyecto por el que merecía la pena luchar? El ministro de Hacienda del gobierno conservador del Reino Unido, Kenneth Clarke.

Así pues, el proyecto del euro se salvó, entre otros muchos motivos, por la firme actitud del Reino Unido. Y por eso, cuando el 1 de enero de 1999, con la entrada en vigor del euro, Jean-Claude Juncker mandó al ejército luxemburgués –“dándole por fin algo que hacer”– quemar los ya innecesarios billetes, las sombras de la gran hoguera le recordaron la inmensa figura de Kenneth Clarke, un convencido europeísta y un hombre de Estado.

Hoy, 31 de enero de 2020, último día de pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea, no es el momento de recordar los costes de un posible no-deal, o lo absurdo de pretender “recuperar el control” en un mundo globalizado y multipolar. No, de eso ya hemos hablado muchas veces, y por desgracia tendremos que seguir hablando, porque el Brexit no se acaba, tan sólo pasa a la siguiente fase.

Hoy es mejor pensar en todos los que en el Reino Unido se sienten desolados, embarcados en un triste viaje que jamás imaginaron. Y, ante la hoguera del Brexit, como Juncker hace 21 años, rendir homenaje a todos los líderes británicos que creyeron en el proyecto europeo.

Como Churchill, que en septiembre de 1946 dijo que debíamos “construir una especie de Estados Unidos de Europa, porque sólo esta manera cientos de millones de trabajadores podrán recuperar las sencillas alegrías y esperanzas que hacen que la vida valga la pena”. O el que sería uno de sus mejores biógrafos, Roy Jenkins, presidente de la Comisión Europea entre 1977 y 1981, que quería “construir una Europa unida efectiva, avanzar hacia una Europa más organizada política y económicamente” y, “yendo más rápido, no más lento”. Él fue uno de los padres espirituales del euro, y pensaba que no sólo era imprescindible –que lo es– para un adecuado funcionamiento del mercado único, sino que, como “nueva gran moneda internacional”, constituiría “un pilar alternativo y conjunto del sistema monetario mundial”. Y se opuso firmemente, en sus últimos días en la Comisión, a la insolidaria creación del “cheque británico” –exigido por Margaret Thatcher–, porque pensaba que envenenaría las relaciones con la Unión Europea durante décadas, defendiendo en su lugar una política regional europea mucho más activa. O tantos otros, desde conservadores como John Major, Nigel Lawson, Norman Lamont o Douglas Hurd, hasta laboristas como Tony Blair, Gordon Brown o Alistair Darling. Todos ellos, con sus aciertos y sus errores, pensaban que el Reino Unido debía desempeñar un importante papel en la construcción europea, añadiendo muchas dosis del proverbial pragmatismo británico, promoviendo la desburocratización y la eficiencia administrativa, y evitando que el eje francoalemán se olvidase del necesario vínculo atlantista europeo.

El Reino Unido es mucho más que un gobierno en un momento dado. Hoy nos deja, pero quién sabe si, con el tiempo, un nuevo líder británico –esperemos que ayudado en el empeño por un revitalizado y atractivo proyecto europeo– se plantee el retorno a la casa de todos. En ese momento, seguro que algún socio se resistirá, pero ojalá entonces la Unión Europea le reconvenga, como al hermano del hijo pródigo, y le diga que, aunque el mercado único y muchas otras ventajas siempre serán sólo de los que se quedan, la vuelta del Reino Unido que hoy se marcha –para dilapidar parte de su herencia europea– siempre será un motivo de fiesta y de alegría. Porque, de producirse, significará el retorno del hermano que “estaba perdido” en la ilusión del soberanismo y que por fin “ha sido hallado”.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)