El ciudadano de una Europa que protege

Narra Cicerón en su libro Contra Verres que pronunciar la frase “soy ciudadano romano” (civis romanus sum) era la forma que tenían los ciudadanos del imperio romano de exigir sus derechos legales. Hacerlo constituía toda una advertencia a quien la escuchara de que la fuerza de Roma vengaría cualquier afrenta o abuso de poder. Por pronunciar esa frase se salvó san Pablo de ser azotado por un centurión, y en ella se basó el orgulloso “Soy berlinés” (ich bin ein Berliner) que pronunció John F. Kennedy en 1963 frente al muro de la vergüenza.

En el fondo, la expresión no es más que la manifestación de orgullo de la pertenencia a un ente que defiende tus derechos y te protege frente a los abusos. Justo lo que intenta hoy, con mayor o menor éxito, la Unión Europea.

El concepto de “ciudadanía europea” es relativamente reciente: surge a raíz del Tratado de Maastricht en 1992, y se configura como una ciudadanía complementaria –no sustitutiva– de la ciudadanía nacional. Su consagración a través de una Constitución Europea fracasó –al ser ésta rechazada por referéndum en Francia y en los Países Bajos en 2005–, pero el subsiguiente Tratado de Lisboa convirtió en jurídicamente vinculante la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE, cuya protección solo es teóricamente aplicable respecto a normas emitidas por las instituciones de la Unión Europea –o por los Estados miembros al transponer o aplicar normativa europea.

Algunos dicen que esa limitación de ámbito en la garantía de derechos hace que no podamos hablar verdaderamente de una ciudadanía europea. Sin embargo, eso no es así, y la Unión Europea ha demostrado ser capaz de proteger los intereses de los nacionales de sus Estados miembros. Ciertamente, podría hacerlo aún mejor, y comunicarlo mejor –aunque no es fácil–, porque una gran parte de los ciudadanos no son muy conscientes de lo que Europa ha hecho por ellos. Quién sabe, quizás los británicos sean algún día unos magníficos profesores de todo lo que se pierde cuando se abandona la UE.

Los políticos saben bien que el sentido de pertenencia a la Unión Europea está íntimamente ligado a los beneficios que esta les aporta, ya que el concepto de “Europa” es más racional que sentimental. Por eso, casi olvidada ya (por desgracia) la importancia de Europa a la hora de evitar una guerra, desde la Gran Recesión –en cuyo origen se pusieron de manifiesto muchas de las limitaciones, y no pocos errores, del proceso de integración–, se potenció el discurso de “una Europa que protege”. Estas fueron las palabras que utilizó Juncker en su discurso sobre el Estado de la Unión en 2016 y que luego han usado numerosos líderes europeos, como Macron o Merkel (y fue también el lema de la presidencia europea de Austria en el primer semestre de 2018).

¿Cómo “protege” la Unión Europea a sus ciudadanos? En muchos más ámbitos de los que se cree. En el de la protección de derechos fundamentales –y contrariamente a lo que cabía esperar de una interpretación restrictiva del Tratado de Lisboa–, la Sentencia del Tribunal de Justicia de la UE de 24 de junio de 2019 ha recordado que los intentos de los Estados miembros por recortar derechos fundamentales –en este caso, el de tutela judicial efectiva– pueden violar el derecho de la Unión, y por tanto ser impedidos. Gracias a esta sentencia Polonia ha reculado en su polémica reforma judicial, del mismo modo que la presión del Consejo y del Parlamento (con armas como el artículo 7 del TUE o la amenaza de retirada de fondos) ha impedido que Hungría y Rumanía debiliten su Estado de derecho.

La UE también se preocupa de proteger a las pequeñas empresas frente a las poderosas multinacionales, como cuando obliga a estas, en el ámbito de la política de competencia, a corregir sus prácticas monopolísticas o abusos de poder. Menos conocidos –pero también muy importantes– son otros mecanismos como el que permite a las pequeñas empresas la posibilidad de acudir a tribunales nacionales a exigir compensaciones por los daños causados por prácticas anticompetitivas europeas que les hayan perjudicado (gracias a la Directiva de acciones por daños), y que hasta ahora solo ha sido utilizada en un 25% de los casos y por un puñado de países (Reino Unido, Alemania y Holanda); o las garantías exigidas recientemente por el Consejo y la Comisión para asegurar que, en el ámbito de los acuerdos comerciales (como el CETA) las PYMEs puedan acceder los mecanismos de solución de diferencias entre inversores y Estados, evitando así que la tutela de sus derechos quede restringida a empresas con elevados recursos financieros.

De forma similar, la UE protege a los consumidores cuando establece exigencias de etiquetado en productos agroalimentarios, compensaciones obligatorias de las compañías aéreas en caso de cancelación de vuelos u overbooking o limitaciones a los costes de roaming cargados por las compañías de telecomunicaciones. Creo que no se valora lo suficiente la importancia que las instituciones europeas están dando a la privacidad de los ciudadanos, hasta el punto que la tozudez europea en la defensa de estos valores es uno de los factores que está dificultando el avance de acuerdos internacionales sobre regulación del comercio electrónico. Es una lástima, sin embargo, que en el marco de la Unión Bancaria se esté retrasando un aspecto tan estratégico para la estabilidad del euro como clave para la defensa del consumidor como es la instauración de un fondo europeo de garantía de depósitos.

En la protección de los trabajadores, sin embargo, aún hay mucho que avanzar. La próxima creación de la Autoridad Laboral Europea intentará reforzar la cooperación entre las autoridades laborales de los Estados miembros y facilitar una mejor gestión de las situaciones transfronterizas, como embrión de propuestas más ambiciosas dentro del Pilar Social Europeo. Una vez más, algunos de los mecanismos de protección son muy poco conocidos, como el Fondo Europeo de Adaptación a la Globalización (FEAG) para compensar los efectos secundarios de la globalización y que –con su escaso presupuesto anual de 150 millones de euros– ayuda a los trabajadores que pierden su empleo como consecuencia de grandes cambios estructurales provocados por la globalización –por ejemplo, cierre de grandes empresas o deslocalización de la producción fuera de la UE– a encontrar un nuevo empleo o a crear su propia empresa. Otros mecanismos van avanzando lentamente: es el caso del seguro de desempleo europeo, en el que España ha estado muy implicada, y que ojalá pronto se traduzca en un sistema de apoyo a países que sufran graves shocks económicos o, mejor aún, un sistema de apoyo directo a los ciudadanos –con las debidas garantías.

Otros mecanismos de protección, por el contrario, están aún muy lejos de implementarse. La protección física de los ciudadanos hasta el momento solo es efectiva en situaciones de emergencia –por ejemplo, con la información proporcionada por el satélite europeo Copernicus en caso de desastres naturales, como los recientes incendios en España– o ante la amenaza del cambio climático, pero quizás algún día quepa hablar de un ejército europeo que defienda a los europeos de otras amenazas humanas. Lejos están también aspectos muy vinculados a las políticas fiscales nacionales, como la protección de las personas mayores en un contexto de envejecimiento de la población y cambio tecnológico. Quién sabe si algún día se planteará la posibilidad de un complemento de pensiones europeo, ya sea a través de transferencias para cubrir un mínimo vital o de la creación de un Fondo Europeo de Pensiones donde recoger, de forma segura, las aportaciones complementarias de los ciudadanos europeos. Como ya dijimos en alguna ocasión, cuanto más cerca esté la UE de una política fiscal común, mayor será el sentimiento de pertenencia al proyecto europeo por parte de los ciudadanos.

La Unión Europa tiene aún mucho que mejorar y que corregir en sus mecanismos de gobernanza, pero es preciso valorar lo que tenemos. El asesinato de Kennedy pocos meses después de su visita a Berlín nos recuerda que los defensores de la libertad siempre tendrán poderosos enemigos, tanto fuera como dentro de nuestros países. Seguro que, si aún viviera, no dudaría en actualizar su discurso y reconocer que hoy, más de dos mil años después de Roma, la frase “civis europæus sum” es una de las mejores garantías de protección para los ciudadanos que tienen la fortuna de poder pronunciarla.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)