Competencia y ‘campeones’ europeos

La comisaria europea de Competencia, Margrethe Vestager, ha vetado la fusión de los dos gigantes europeos del sector ferroviario, la alemana Siemens y la francesa Alstom. La decisión ha sido fuertemente criticada por los gobiernos de Alemania y Francia, que han lanzado tres duros mensajes: que la decisión “es un error”, que “no ha tenido en cuenta la competencia china y los desafíos industriales europeos”, y que hace falta cambiar la legislación de competencia comunitaria para fomentar “campeones europeos” y que no vuelva a ocurrir.

Creo, sin embargo, que la decisión no es un error; que sí que ha tenido en cuenta la competencia china –sobre todo en el ámbito relevante, el europeo–; y que, efectivamente, hace falta cambiar la legislación de competencia, pero no tanto a nivel comunitario para crear “campeones europeos”, sino sobre todo a nivel internacional.

En primer lugar, la decisión podrá ser más o menos acertada desde el punto de vista jurídico, pero hacer cumplir los Tratados y la legislación de competencia no puede ser “un error”. Si hay algo que ha quedado claro es que la Dirección General de Competencia ha actuado con total independencia, resistiendo a fuertes presiones de los dos gobiernos europeos más poderosos, Alemania y Francia. De hecho, llama la atención que el candidato de los populares europeos a presidir la Comisión, Manfred Weber, haya expresado su desaprobación pública de forma tan clara. Mal guardián de los tratados europeos será quien cree que la ley hay que cumplirla o no en función de los intereses nacionales alemanes, franceses, o europeos. No, la ley hay que cumplirla, y cambiarla si hace falta, pero no interpretarla al arbitrio de los poderosos o de los cambiantes intereses industriales.

En segundo lugar, no se puede decir que la Comisión no haya tenido en cuenta “la competencia china y los desafíos industriales europeos”, como ha dicho el Ministro de Economía francés. Como ha explicado muy bien la delegación de la Comisión en Francia, la DG Competencia sí que ha tenido en cuenta estos factores, y de hecho no ha prohibido la fusión en sí misma, sino que la ha autorizado en todos sus ámbitos, salvo en dos subsectores: la alta velocidad y la señalización ferroviaria. Alstom y Siemens se han visto obligadas a proponer medidas para corregirlo y salvar la fusión, pero a la Comisión no le han parecido suficientes, y por eso no la ha autorizado.

La clave está en que, en alta velocidad y señalización, China aún no constituye una amenaza seria para las empresas europeas. No estamos, por tanto, en un caso como el del sector aeronáutico, cuando en los años 90 la estadounidense Boeing dominaba el mercado europeo y era imprescindible aumentar la competencia creando un nuevo actor como Airbus. China, por el momento, no solo no controla el mercado de alta velocidad y señalización europeo, sino que aún no ha conseguido vender un solo tren de alta velocidad fuera de China. El gigante chino ferroviario CRRC –formado en 2015 por la fusión de CNR y CSR, que cotiza en bolsa y tiene más de 180.000 empleados–, es hoy el mayor fabricante de material rodante del mundo y compite con las empresas europeas en todo el mundo, pero no de igual manera. Así, CRRC ya ha vendido sistemas de metro en Estados Unidos y trenes en la República Checa, pero su exportación de alta velocidad no pasa, por el momento, de ser un objetivo incumplido. Y en la UE quizás siga siéndolo durante bastante tiempo: la Comisión ha preguntado a todos los actores del sector, y la conclusión es que no es muy probable que en 5 o 10 años los chinos tengan un nivel de penetración elevado en la UE.

Así pues, la Comisión ha priorizado evitar que los francoalemanes tengan, en dos sectores muy específicos, una posición de dominio a nivel europeo que acabe con sus competidores –por ejemplo, la española Talgo–. De cara al futuro, además, la Unión Europea cuenta con importantes medidas de defensa para evitar una penetración de CRRC que no respete las reglas del juego, como normas de acceso a licitaciones públicas, la exigencia de reciprocidad, el control de inversiones, mecanismos antisubvención, o su política de competencia.

Hay, sin embargo, un punto de razón en los gobiernos alemán y francés: la necesidad de defender la competitividad de las empresas europeas en un mundo globalizado en el que no existen normas internacionales de competencia. Porque una cosa es innegable: el mercado solo funciona bien como mecanismo de asignación de recursos cuando las empresas compiten en igualdad de condiciones. Por eso la Unión Europea se dotó ya desde el Tratado de Roma de una política de competencia: porque no se puede ampliar el tamaño del mercado relevante sin garantizar que no haya mecanismos para evitar la competencia desleal. La cuestión es: ¿Cómo compaginar esto con la necesidad de competir a nivel internacional? ¿Hacen falta “campeones europeos” y cambiar la legislación comunitaria?

No está tan claro que, para defender la competitividad de las empresas europeas, haya que favorecer gigantes que puedan perjudicar la competencia intracomunitaria. Dependerá de si las economías de escala suponen también ganancias para el consumidor, o de si los mercados de venta están o no fragmentados. Lo que sí que parece evidente, sin embargo, es la necesidad de crear normas de competencia a nivel mundial. Como decíamos antes, si aumenta el mercado relevante, hacen falta normas que garanticen la competencia leal (e impidan la desleal), y eso es aplicable a una economía globalizada. Competencia desleal es, por ejemplo, que un Estado subvencione a sus empresas para exportar; que existan multinacionales públicas que compitan –con el aval de los presupuestos nacionales– con empresas privadas de otros países que arriesgan el dinero de sus accionistas; o que varios grandes productores internacionales (públicos o privados) se pongan de acuerdo para controlar cantidades, precios o mercados.

¿Y dónde tendría sentido fijar la normativa internacional en materia de competencia? En el organismo multilateral que ya existe encargado de la gobernanza de la globalización comercial: la Organización Mundial de Comercio. Sin embargo, esta organización ha fracasado en su intento de promover una globalización comercial que garantice la competencia. Lo ha conseguido parcialmente en algunos ámbitos, como en el de las subvenciones –con el Acuerdo sobre Subvenciones y Medidas Compensatorias–, aunque con éxito limitado en agricultura y en términos de transparencia y de notificación. Pero no ha entrado a fondo en muchos otros terrenos: en el de las licitaciones públicas, donde tan solo existe un Acuerdo Plurilateral –de modo que solo abren sus mercados los países integrados en el acuerdo, principalmente los desarrollados, dejando fuera a China–; en el de la financiación oficial a la exportación, que se regula solo en el ámbito del Comité de Ayuda al Desarrollo (CAD) de la OCDE, mientras China ofrece sin restricción alguna fondos masivos en proyectos de infraestructura ligados a sus empresas; o en el de las empresas multinacionales públicas o semipúblicas (o colaboradoras con el sector público), en el que China es muy activo. Y, por supuesto, nada ha conseguido a la hora de evitar acuerdos de colusión o de abuso de posición dominante: pensemos en la OPEP, un cártel de libro, que opera a sus anchas.

Ahora que se está planteando una posible reforma de la Organización Mundial de Comercio sería bueno que los países comenzaran a plantearse seriamente cómo garantizar unas mismas reglas del juego para todos. Si en el tapete internacional China juega con cartas marcadas, habrá que cambiar la baraja, y no darles a las empresas europeas un comodín que podrían utilizar en contra de las empresas o ciudadanos europeos. La competencia europea no tiene por qué estar reñida con la competitividad empresarial europea en un mundo globalizado, siempre que este se dote de una gobernanza adecuada.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)