Batallas justas en terrenos pantanosos

El Tribunal General de la Unión Europea acaba de anular la decisión de la Comisión que obligaba a Irlanda a reclamar a la empresa Apple 13.000 millones de euros en beneficios fiscales que se consideraban contrarios a la legislación comunitaria por constituir una ayuda de Estado distorsionadora de la competencia. Aunque la sentencia es recurrible ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (el Tribunal General actúa aquí como tribunal de primera instancia), esta resolución pone una vez más de manifiesto la dificultad que supone para el proyecto europeo intentar suplir la falta de ambición política con imaginación jurídica.

Esta sentencia se produce en el mismo momento en el que la Comisión, en vísperas del crucial debate en el Consejo sobre el Fondo de Recuperación para Europa –y no de forma inocente–, había anunciado la posibilidad de utilizar el artículo 116 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) para luchar contra los paraísos fiscales en Europa, un aviso que afecta, aparte de a los Países Bajos, a Chipre, Hungría, Irlanda, Luxemburgo y Malta (los Estados miembros que facilitan una “planificación fiscal agresiva” de multinacionales, como eufemísticamente los denomina la Comisión en sus informes del Semestre Europeo).

Ya hemos hablado aquí del problema de los paraísos fiscales europeos, insistiendo en que, contrariamente a lo que se suele argumentar, el problema no es que ofrezcan tipos bajos, sino que facilitan esquemas jurídicos que permiten desviar ingresos hacia paraísos fiscales tradicionales. Es decir, estos países no atraen a las multinacionales tanto por ofrecer tipos competitivos como por permitir “soluciones jurídicas” que facilitan la evasión. Por ejemplo, en el caso de Irlanda, empresas ubicadas en Irlanda y que acumulan beneficios europeos pero que son consideradas residentes fiscales en Bermudas; y, en el caso de Países Bajos, ausencia de control y retención fiscal sobre royalties que en realidad camuflan beneficios. El problema es que estos mecanismos, que claramente suponen una competencia desleal a la libre circulación de capitales, sólo se pueden combatir con normas aprobadas por unanimidad –al pertenecer al ámbito de la política fiscal– y los beneficiarios no van a permitir nunca un cambio del statu quo.

Por eso, y ante el fracaso en los intentos de armonizar la base imponible del impuesto de sociedades a nivel europeo –que es la solución óptima–, la Comisión ha intentado combatir esos comportamientos por la vía de la competencia, considerando que los regímenes ofrecidos por dichos países constituyen ayudas de Estado encubiertas que la distorsionan. La decisión sobre Apple iba en esa línea. El artículo 116 del TFUE, de hecho, plantea la posibilidad de que, si la Comisión comprueba que algunas disposiciones legales o administrativas de Estados miembros “falsean la competencia en el mercado interior y provocan, por tal motivo, una distorsión que deba eliminarse”, proceda a consultar con los Estados miembros y, de no llegar a un acuerdo, imponga, vía Parlamento Europeo y Consejo “con arreglo al procedimiento legislativo ordinario” una directiva armonizadora. Es decir, sin necesidad de unanimidad. El problema es que una distorsión en el mercado único es algo fácil de intuir pero no tan fácil de probar jurídicamente (como demuestra la última sentencia, que no niega la estrategia de la Comisión, sino que rechaza por insuficientes los cálculos sobre asignación de beneficios a filiales), y cualquier decisión en ese sentido llevará sin duda a interminables batallas jurídicas.

En el fondo, este problema de incertidumbre jurídica es similar al que afecta al Banco Central Europeo. La deficiente arquitectura del euro en origen hace que el Banco Central Europeo se encuentre sometido a innumerables restricciones para ejecutar todos sus instrumentos de política monetaria, bajo la premisa de que los tratados prohíben cualquier forma de financiación monetaria de los Estados. Esta prohibición es lógica desde el punto de vista teórico, pero muy peligrosa desde el punto de vista jurídico-práctico: cuando de lo que se trata es de salvar el euro, poco importa si la compra de deuda en el mercado secundario constituye o no financiación indirecta de los Estados. Lo que la rigidez de los tratados termina provocando es que el Programa de Compra de Emergencia Pandémica (PEPP), que hoy permite evitar las tensiones en los mercados financieros, esté sujeta a la incertidumbre jurídica de ver si dentro de un par de años el Tribunal de Justicia de la UE lo considera o no “proporcional” para salvaguardar los mecanismos de transmisión de la política monetaria (cuando hace unos años estableció que la compra de deuda, para ser aceptable, debía estar sujeta a límites temporales y cuantitativos). La falta de valor político para cambiar los tratados y permitir que el BCE adquiera deuda sin restricciones –como hacen la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra o el Banco de Japón– cuando así lo requiera la situación y con los controles adicionales que se juzguen oportunos, hace que andemos continuamente buscando vericuetos jurídicos para permitirlo, pero añadiendo riesgos jurídicos.

¿Es necesario que un mercado único con libre circulación de capitales cuente con un impuesto de sociedades con una base imponible armonizada que evite el desvío de beneficios hacia países más permisivos? Sí. ¿Es necesario que el euro disponga de un verdadero Banco Central que ejecute sin restricciones todo su arsenal monetario para evitar la tensión sobre las primas de riesgo y garantizar la estabilidad financiera? Sí. Pero para ello hay que hacer cambios valientes en los tratados europeos, no pretender seguir librando batallas justas en terrenos jurídicos pantanosos. Si una gran mayoría de países lo tiene claro y unos pocos no, quizás es el momento de reflexionar sobre la posibilidad de que unos y otros avancen a distintas velocidades.

Lo que no podemos pretender es que la imaginación jurídica, los abogados o los tribunales sustituyan a los políticos, que deben decidir con valentía qué quiere ser la eurozona de mayor. A los 21 años, ya va siendo hora.

 


Este artículo fue publicado originalmente en vozpopuli.com (ver artículo original)