El número de académicos con la letra k en el apellido (“ekanomistas”) que han ganado el premio Nobel de economía es especialmente alto, son cerca de un quinto entre un total de setenta y ocho laureados. Estas cifras contrastan con la frecuencia de la k en el idioma inglés (0,8 por ciento), alemán (1,4), o español (0,01; es, junto con la w, la última letra en asiduidad en nuestro idioma, excluida incluso en el juego del Scrabble); solo en turco supera el 5 por ciento. La k está además omnipresente en la formulación en economía, al ser el grafema que designa el factor de producción del capital; y también aparece de manera central en la propia evolución de la ciencia económica, que se ha caracterizado por un movimiento pendular entre paradigmas de corte neoclásico (escuelas clásica, nueva síntesis, neoclásica, monetarista, ciclo económico real); y keynesianos, empezando por la K por excelencia, la de John Maynard Keynes, que da nombre a distintas escuelas que le suceden (keynesiana, postkeynesiana, neokeynesiana, nuevos keynesianos).
Tras la crisis financiera global, la economía se está moviendo hacia un nuevo paradigma de corte keynesiano al que contribuyen muchos autores, pero, como ejercicio de curiosidad, nos centramos en unos pocos ekanomistas de incuestionado prestigio académico, cuyas aportaciones permiten aproximar la espina dorsal del paradigma, que podría sintetizarse en tres frentes: efectividad de las políticas macroeconómicas para modular el ciclo; intervención pública para corregir fallos de mercado; y al que cabría añadir la reducción de la desigualdad como objetivo de política económica.
Empezando por Keynes, el padre de la macroeconomía moderna, con su obra emblemática Teoría general del empleo, el interés y el dinero (1936). Plantea que los ciclos económicos están determinados por la demanda agregada de forma que el laissez faire no garantiza el equilibrio con pleno empleo como proponían los postulados clásicos. Esta tesis domina en la política económica hasta los años 70, cuando, tras la aparición de las expectativas racionales y la síntesis neoclásica, se cuestiona la efectividad de las políticas expansivas de demanda (los agentes privados anticipan su acción y solo generan inflación o efecto desplazamiento del sector privado). En los años 90, los nuevos keynesianos recuperan esta efectividad al menos a corto plazo, a partir de la constatación de que en la práctica existen situaciones de rigideces en los precios −por ejemplo, teorías como la de los costes de menú madurada por Nicholas Gregory Mankiw, que explica que, en su política de precios, las empresas no se ajustan automáticamente a la evolución de oferta y demanda.
De hecho, la expansión monetaria y fiscal está siendo la receta necesaria para salir de la crisis, caracterizada por un ciclo financiero de deflación de deuda descrito por Irving Fisher tras la gran depresión de 1929, y más recientemente, por ekanomistas como Ben Bernanke (expresidente de la FED), Richard Koo, Hyman Minsky o Paul Krugman (Nobel). Tras la explosión de una burbuja de activos (financieros o inmobiliarios), se plantea una crisis de desconfianza y un proceso de desapalancamiento del sector privado, que no consume ni invierte, ni siquiera con tipos de interés al cero por ciento. La única forma de salir de la crisis es con un impulso expansivo del sector público (monetario y fiscal), aprovechando además que se puede invertir en proyectos con alto rendimiento social a tipos muy bajos. Por tanto, las políticas macroeconómicas adquieren más complejidad que en el modelo neoclásico (en el que se guían por la estabilidad fiscal y de precios); tienen que equilibrar los objetivos, a veces contradictorios, de crecimiento, empleo y la estabilidad, incluyendo la financiera.
En segundo lugar, es necesaria una regulación que corrija las ineficiencias que introducen los fallos de mercado. Son principalmente dos grupos de fallos, unos ligados a las estructuras de los mercados (monopolios, oligopolios, mercados segmentados o duales), y otros ligados al comportamiento de los agentes, donde destacan las portaciones de varios ekanomistas. George A. Akerlof y Willam Vickery (ambos premios Nobel), abordan el problema de la información asimétrica entre los agentes; por su parte, Daniel Kahneman (Nobel) y Amos Tversky (ambos psicólogos) desarrollan la economía conductual y plantean que los agentes cometen errores sistemáticos al sobrestimar la probabilidad de los eventos representativos (aquellos más consistentes con la realidad actual) −cuestionando así el pilar neoclásico de las expectativas racionales que supone que los errores son aleatorios.
Estas teorías han estado en el centro de la crisis. Explican, por ejemplo, los problemas de información de muchos activos financieros en los que el cliente no percibe los riesgos asociados a los productos (hipotecas indexadas en moneda extranjera, preferentes); ni siquiera la propia industria fue capaz de entender los riesgos ligados a las titulizaciones subprime. La economía conductual explica el comportamiento miope y de rebaño en el sistema financiero o el mercado inmobiliario −acumulando riesgos crecientes en las fases alcista (todos quieren disfrutar de la fiesta) y eliminándolos rápidamente en la recesión (sálvese quien pueda). Los agentes maximizan beneficios guiándose por incentivos y riesgos individuales a corto plazo, infravalorando los riesgos sistémicos y dinámicos. Todo ello exige una sólida regulación publica en la que estamos avanzando (la autorregulación es una falacia).
Respecto a la desigualdad, ekanomistas como Anthony B. Atkinson y Thomas Piketty, han puesto en el mapa un problema que ahora ya es habitual en los análisis del FMI o la OCDE, más allá de cuestiones de equidad, porque afecta al crecimiento. Atkinson identifica un punto de inflexión a partir de los años 80, en el que empieza a crecer la desigualdad en las economías avanzadas, incluyendo como observa Piketty, un elevado componente de inercia intergeneracional, con un creciente peso del capital heredado respecto al ahorrado. Entre las causas de la desigualdad, destacan tres tipos de aproximaciones: las que apuntan a las políticas de reducción del peso del Estado desde los años ochenta −hace falta recuperar su papel redistributivo−; el impacto de la tecnología, que tiende a generar una polarización entre empleo de alta y baja cualificación; o los riesgos de una hiperglobalización que no vele suficientemente por su impacto sobre la desigualdad intra e inter fronteras, entre los que destaca otro ekanomista, Dani Rodrik.
Estos ekanomistas son solo una muestra de académicos muy reconocidos, no heterodoxos, que marcan un nuevo paradigma en economía hacia un papel muy activo del sector público modulando el ciclo, regulando los mercados, y también, redistribuyendo −como señala Atkinson, el producto de un país no puede ser capturado por unos pocos porque es el resultado de una labor colectiva de millones de personas con el apoyo del sector público−.
«reducción del peso del Estado desde los años ochenta −hace falta recuperar su papel redistributivo−»???
Los ingresos tributarios a nivel mundial no dejan de crecer? Seguro que no es una cuestión de eficiencia del papel redistributivo del estado y no de reducción del peso del estado (cuyo tamaño, en términos absolutos crece sin parar)?
Si admitimos que la redistribución va desfasada 10-20 años respecto de las acciones de gobierno (educación, ecosistema empresarial, etc) cuáles serían las conclusiones? Cómo se hace esa redistribución?
Gracias Enrique. La evolución del peso del sector público es cíclica y varía mucho entre países. Cierto que en términos absolutos los ingresos tributarios aumentan, pero en términos relativos al PIB, en los países de la OCDE como tendencia general entre mediados de los 80 y mediados de los 2000, la presión fiscal se ha mantenido estable en torno al 32-34 % del PIB; y el gasto público tuvo una tendencia decreciente en muchos países que se invierte tras la crisis financiera global. Sobre como redistribuir: más impuestos (dedicados a mejor educación y compensar a excluidos, entre otras políticas). En España, por ejemplo, tenemos un nivel de presión fiscal 34.5%del PIB, más de cinco puntos por debajo de la media de la UE, hay bastante margen para subir impuestos. También de acuerdo en que hay que mejorar el papel redistributivo del Estado, pero en todo caso, es necesario para corregir los fallos de distribución del mercado.
Tengo la duda de como evitar caer en comparaciones interpersonales de utilidad. ¿Hasta que punto el estado paternalista tiene que «obligar» a la igualdad?
El suministro de bienes publicos con externlidades positivas es vital para la igualdad: educacion, sanidad y hasta renta básica, se podria plantear. Pero no todo es dinero y recursos. El sistema actual infravalora los bienes públicos y reduce el peso de su utilidad inmediata, si bien el valor esperado, por ejemplo de la educacion, sigue siendo alto.¿ Que podemos hacer sin dañar la libertad?
Gracias Manuel. Muy de acuerdo en que la provisión pública de sanidad y educación es una parte central de la política de reducción de la desigualdad y de las políticas favorecedoras del crecimiento (externalidades); y hay que tenerlas en cuenta a la hora de medir la desigualdad en niveles de renta (o el PIB). Creo de todas formas, que tiene que haber también políticas de redistribución de la renta. No se trata de igualar, sería completamente ineficiente, es el experimento fallido de las economías planificadas; pero un exceso de desigualdad también afecta al crecimiento. Tampoco parece que la eficiencia sola permita explicar que las diferencias salariales intra-empresa puedan situarse por ejemplo en ratios de 100 a 1. Algo falla en el mecanismo de redistribución del mercado.