El pasado 11 de marzo, el Presidente Biden firmaba el plan fiscal conocido como American Rescue Act, una vez aprobado este por el Congreso y el Senado. Tras una rápida tramitación y una aprobación estrictamente “partidista” (sin ningún apoyo republicano en el Congreso y el Senado), el American Rescue Act se convertía definitivamente en ley.
Aunque el informalmente llamado “plan Biden” ha recibido atención en los medios especializados, es llamativo que una iniciativa de esta envergadura haya pasado hasta cierto punto por debajo del radar. Este es un plan sin duda histórico, un verdadero parteaguas en la historia de la política económica en los países desarrollados. No sólo por su enorme importe (1,9 billones de dólares), también por las circunstancias en las que surge: con la única excepción de los planes de respuesta a la pandemia, no hay en la historia reciente de EEUU (ni en la de ningún país desarrollado) una iniciativa fiscal lejanamente parecida en tiempos de paz.
Lo llamativo de este plan es que se gesta en un contexto de “principio del fin” de la pandemia gracias al exitoso programa de vacunación en EEUU. Este es un entorno propicio al crecimiento por la normalización del gasto privado (una vez que desaparezcan las restricciones) y la liberación de un gran componente de consumo latente que se financiará previsiblemente con el ahorro forzoso de estos últimos meses. Sin embargo, en este contexto favorable, se aplica un programa de impulso fiscal de magnitud similar al de sustitución de rentas durante la pandemia. Algo a primera vista contraintuitivo.
El impacto en las finanzas públicas es también abrumador: a una situación de ya elevado déficit público (en torno al 10% del PIB estimado para 2021), como resultado de la pandemia y las bajadas de impuestos de la era Trump, se le suma un volumen de gasto sustancial, cercano al 10% del PIB estadounidense. Según las estimaciones que se realicen, el déficit público podría quedar en 2021 por encima del 15% del PIB, cifras realmente mareantes. Y también contraintuitivas: según las pautas habituales de política fiscal, la salida de una crisis exógena como la pandemia exigiría ir digiriendo el shock fiscal y no intensificarlo.
Tras esta primera entrada en el blog, en esta serie de dos entradas intentaremos repasar las razones económicas y políticas que explican este enfoque heterodoxo por parte de la Administración Biden, centrando esta primera entrada en el análisis en los aspectos económicos.
Antes de nada ¿qué contiene el plan Biden? De manera muy breve (ver la entrada anterior para mayor detalle), sus principales componentes son los siguientes:
- una extensión hasta septiembre del subsidio especial para los desempleados a largo plazo
- un aumento del apoyo financiero para las familias con hijos
- recursos para vacunas y tests COVID
- fondos especiales para que las escuelas y universidades puedan reabrir con seguridad tras la pandemia
- subvenciones para las PYMEs afectadas por la pandemia
- una línea especial para estados y municipios, a quienes la crisis ha afectado de manera muy directa (y que no pueden asumir déficit por sus constituciones estatales)
- por último, lo más llamativo, un pago de una sola vez a una gran mayoría de las familias americanas, a razón de 1.400 dólares por miembro del hogar.
Todo ello, con un importe total en el entorno de 1,9 billones (billones españoles, es decir, millones de millones) de dólares. Nada menos que el 10% del PIB estadounidense.
El plan es, por tanto, “muchas cosas a la vez”. Es un programa de apoyo a la salida de la pandemia, orientado a que la falta de recursos no sea un obstáculo para la rápida normalización económica y social, estimando (correctamente) que se trata de una inversión extremadamente rentable en términos sociales; es un programa de revitalización fiscal de las administraciones subnacionales en EEUU, para evitar que tengan que reducir gasto en un momento tan delicado; y es una subvención generalizada para los ciudadanos estadounidenses, con escasos precedentes en el mundo desarrollado –aspecto este último que ha levantado especial polémica.
Casi todo ello aplicado con vocación temporal. Aquí no hablamos de un programa histórico de redefinición del tamaño del sector público, a la FDR o Lyndon Johnson, sino de un programa de impulso fiscal que se agota en sí mismo –sin perjuicio de que, caso de que no tenga grandes contraindicaciones, pueda inspirar programas similares en el futuro.
¿Cómo valorarlo en términos económicos? La metodología tradicional pasa por comparar el impulso fiscal con el output gap existente. Bajo este prisma, no hay defensa posible del plan, con un gasto previsto cercano al 10% del PIB para cubrir un output gap de magnitud discutible, pero que difícilmente supere el 5% (la Congressional Budget Office estima un 1,7% del PIB).
En todo caso, esta primera aproximación admite matices importantes:
- En primer lugar, muchos receptores de ayudas han visto extraordinariamente deteriorada su posición patrimonial en los últimos meses. Es el caso de las personas desempleadas por la crisis, y también de los estados, muchos de los cuales han agotado sus fondos de estabilización (rainy day funds). Existe un riesgo de que cuando las rentas de unos y otros se normalicen, se dediquen a reconstruir sus finanzas en lugar de a realizar gasto, entorpeciendo la recuperación. Parte del objeto del plan es precisamente reparar ese deterioro financiero, para que la recuperación de las rentas y el gasto puedan ir de la mano. En la medida en que ello suceda, una proporción elevada de los recursos del plan se derivaría al ahorro en lugar de generar demanda
- Algo similar puede decirse de los cheques de 1400 dólares. Cabe suponer que una subvención de una sola vez no se dedicará a gasto recurrente. El gasto en bienes de consumo duradero o el ahorro parecerían los destinos más naturales para un ingreso de este tipo, sin impacto alguno –en el segundo caso- sobre la demanda. Se trata en todo caso de una cuestión empírica de gran interés, que sin duda se estudiará a conciencia desde la academia estadounidense
- Venimos de una época pre-pandémica de demanda decaída y de inflación estructuralmente baja. Cabe suponer que esos factores estructurales continuarán pesando, y minorarán el impacto expansivo que estas medidas temporales puedan tener.
- En general, los riesgos a la baja son elevados y difíciles de manejar desde la política monetaria, mientras que los riesgos al alza son seguramente menores y más gestionables por parte del banco central
- Por último, se trata de un impulso fiscal esencialmente de una sola vez, con poco impacto en el déficit estructural americano. Es difícil que un fogonazo como este (por intenso que sea) genere un impacto inflacionista duradero, más que si incide en las expectativas de inflación
En cuanto al aspecto financiero, debe constatarse que un programa de esta magnitud no ha creado grandes disfunciones en los mercados. Los tipos de interés del bono americano a 10 años han subido apreciablemente desde la victoria de Biden (unos 90 pb) pero se sitúan en el entorno de un nada preocupante 1,70%. Los bonos al mismo plazo protegidos de la inflación denotan unos tipos de interés reales todavía en terreno negativo, señalando unas expectativas de inflación en el entorno del 2-2,5% a diez años vista.
Difícilmente existirá precedente histórico de un Tesoro que –en condiciones de tipos de interés liberalizados- se haya conseguido financiar a tipos nominales muy reducidos y reales negativos mientras registra un déficit público del 15% del PIB. Seguramente tampoco haya antecedentes de déficits de esta magnitud conviviendo con expectativas de inflación cómodamente ancladas en las franjas de seguridad marcadas por un banco central plenamente independiente. Es un testimonio más de esta época macroeconómicamente singular que estamos viviendo.
Bien es cierto que en el mercado de bonos americano se han producido situaciones de cierta tensión en las últimas semanas, incluyendo la subasta con menor demanda (bid-to-cover ratio) en tiempos recientes hace apenas un mes. Pero las subastas posteriores han sido más tranquilas y en general la actitud acomodaticia de la Reserva Federal ha aliviado las inquietudes que comenzaban a aparecer en la comunidad inversora.
Pero ¿es informativa esa tranquilidad si viene mediatizada por la intervención de la Fed? ¿Tiene algún sentido fijarse en la actitud de los bonistas cuando ésta refleja en buena medida sus previsiones sobre las compras que realizará la Reserva Federal? En realidad, sí. Es evidente que la Fed distorsiona la ecuación oferta-demanda de bonos con su intervención (ése es justamente su propósito), pero no hay que olvidar que el valor de un bono depende crucialmente de las expectativas de inflación. Si los inversores pensasen que las compras de la Fed no son proporcionadas y generarán inflación excesiva, los tipos subirían fuese cual fuese el volumen de compras del banco central.
Las expectativas de los inversores ciertamente reflejan la previsión de compras sustanciales de bonos por la Reserva Federal, pero también que un cierto “control de calidad” de las compras que puedan tener lugar: la expectativa de que, en la medida en que se produzcan, no generarán inflación.
El plan representa, también, un hito cualitativo en cuanto a la activación de la política fiscal. La política monetaria ultraexpansiva de los últimos años se ha mostrado efectiva en cuanto a evitar el colapso de la demanda bajo el peso del sobreendeudamiento, pero no ha sido capaz de activar significativamente los niveles de gasto público y privado. Por eso los bancos centrales a ambos lados del Océano Atlántico llevan tiempo pidiendo que la política fiscal juegue su papel. Pero no ha sido hasta ahora que esa recomendación se ha asumido con convicción mediante un programa de gasto público con vocación y capacidad de incidir en los niveles de demanda de los agentes económicos, y consiguiente relevancia a escala macro.
La apuesta de fondo es que, con una demanda estructuralmente debilitada y erosionada adicionalmente por la pandemia, los programas potentes de impulso fiscal apoyados por la autoridad monetaria mediante la compra de bonos pueden mejorar sustancialmente el bienestar social sin crear efectos secundarios serios a través de las finanzas públicas. En la práctica, se está gestando un programa de dinamización económica fiscal-monetaria cuyo único límite reconocido vendrá dado por la eventual generación de inflación.
Los próximos años confirmarán si esa visión es adecuada o no. Lo que sí parece claro es que, en materia de política monetaria estadounidense, nos asomamos a una “vuelta al pasado” donde los problemas se parecerán mucho más a los de los años 70 (la amenaza de la inflación y la relación Tesoro-banco central) y bastante menos a los de “lowflation” e impotencia monetaria propios de los últimos trece años.