En la entrada anterior vimos que la política monetaria no convencional apareció como resultado de las limitaciones del enfoque tradicional de política monetaria, con una contribución sustancial para evitar la catástrofe, pero capacidad limitada para restaurar el dinamismo de la demanda agregada en un plazo razonable de tiempo. El prolongado periodo de estancamiento económico, y la aparente incapacidad de la política económica para recuperar la normalidad, dio alas a la idea del helicopter money o “dinero tirado desde helicópteros”. Una versión aérea, atribuida a Milton Friedman, de los célebres párrafos de la Teoría General de Keynes, donde éste recomendaba, ante situaciones de estancamiento persistente, ocultar billetes en minas abandonadas, para que su hallazgo y posterior gasto impulsasen la economía.
Se trata de una modalidad de política monetaria que podríamos calificar de “ultra-no-convencional” o, quizá más correctamente, “contra-convencional”; consistente fundamentalmente –en esta versión moderna– en emitir dinero y entregárselo directamente a los agentes económicos para que se lo gasten. En lo que sigue, y por simplicidad, trataremos básicamente la variante del helicopter money, consistente en entregar recursos al Tesoro público.
Estamos, evidentemente, ante una propuesta revolucionaria. En primer lugar, porque supone que la política monetaria ya no presta dinero, sino que lo “regala” a las empresas, familias y/o al Estado. Asimismo, incumple abiertamente la prohibición de financiación monetaria de los déficits públicos, generalmente aceptada como necesaria para la buena conducción de las finanzas públicas; probablemente exija, además, cambios legales de calado con carácter previo a su adopción. Todo lo cual nos podría llevar a pensar que estamos ante una idea puramente fantástica, propia de algunos economistas radicales y de improbable o imposible aplicación.
La realidad es distinta: esta propuesta no ha sido hasta ahora aplicada pero ha sido repetidamente sugerida por figuras mainstream de la banca central (véase a Bernanke aquí) y, según opiniones informadas, ha sido seriamente considerada por algunos bancos centrales, particularmente el de Japón. Por otra parte, las dificultades operativas de un programa de este tipo disminuyen notablemente tras varios años de quantitative easing, que dejan como legado una amplia cartera de deuda pública a vencimiento en el balance del banco central. En estas condiciones, pasar del quantitative easing al helicopter money requiere solamente la condonación de la deuda que el Banco Central ya tiene, o, en las versiones más imaginativas, su intercambio por deuda perpetua a interés cero.
Ante una situación de estancamiento ¿cuáles son las ventajas del helicopter money frente a la política monetaria tradicional? Una es que, de alguna manera, consigue aunar lo mejor de la política monetaria y la fiscal. De un lado, al poner recursos directamente en manos de quien puede gastarlos, consigue superar el gran problema de la política monetaria en coyunturas de este tipo: sus dificultades para reforzar la capacidad de gasto de los agentes económicos, salvo si estos están dispuestos a (y tienen margen financiero para) endeudarse. Visto de otra forma: en una economía sobreeendeudada, el helicopter money consigue generar demanda adicional sin añadir más deuda al sistema, pública o privada; en el caso concreto del helicopter money con el Estado, consigue aumentar la capacidad de gasto público, soslayando la restricción que supone la sostenibilidad de la deuda pública.
Otra es que permite superar el círculo vicioso deflación-deuda o, más frecuentemente lowflation (inflación positiva pero muy reducida)-deuda. Vimos en esta entrada anterior que, en el periodo post-crisis, la incapacidad de los bancos centrales de alcanzar sus niveles de inflación objetivo había repercutido de hecho en un aumento sustancial de la carga real de la deuda, lastrando adicionalmente la capacidad de gasto de consumidores, sector público y empresas. Una razón es que los bancos centrales no han sido capaces de dinamizar significativamente la propia demanda agregada, generando un círculo vicioso: la atonía de la demanda presiona a la baja a la inflación, lo que eleva la carga real de la deuda, que reduce adicionalmente la demanda y la inflación. Por otra parte, las expectativas de los agentes económicos y los mercados financieros han apuntado persistentemente al mantenimiento futuro de niveles reducidos de inflación.
Pues bien, el helicopter money, adecuadamente diseñado, ataca frontalmente estos dos problemas. Piénsese por ejemplo en un programa del banco central que ingresa “dinero” en la cuenta del Tesoro todos los meses, recursos que el Tesoro se compromete a dedicar por mitades a aumentar su volumen de gasto y a acelerar el ritmo de consolidación fiscal; el banco central se compromete a modular la intensidad y duración del programa hasta que la inflación se haya situado de manera sostenible en su nivel objetivo. Un programa de este tipo prácticamente garantizaría que el problema de estancamiento y baja inflación/deflación desaparece, puesto que el Banco Central estaría asegurando la creación de la demanda necesaria para normalizar ambas variables –justo lo que, con la política monetaria desarrollada hasta ahora, el Banco Central no puede garantizar.
En términos teóricos, es difícilmente discutible que esta política, sujeta a los límites necesarios y bien ejecutada, es la receta necesaria para superar situaciones de estancamiento persistente, baja inflación o deflación y tipos de interés cero. Evidentemente, “sujeta a los límites necesarios y bien ejecutada” es aquí la cláusula operativa: el helicopter money comporta sin duda riesgos considerables, sobre todo de naturaleza intertemporal.
En efecto, aunque en situaciones extremas de estancamiento el helicopter money pueda ser la política adecuada, su utilización podría desatar fuerzas que, una vez que la normalidad se restableciera, pusiesen en peligro la efectividad de la política monetaria tradicional. En particular, el “derribo” temporal de la muralla entre presupuesto público y política monetaria podría reforzar las voces que defienden que esa muralla no debe existir, ni en tiempos normales ni en tiempos extraordinarios. La tentación para el sistema político de perpetuar esta situación que permite financiar aumentos de gasto mediante un simple asiento contable con el Banco Central, sin coste político ni financiero alguno, podría ser irresistible.
Para prevenir este riesgo, serían necesarios controles efectivos: por ejemplo, limitar estrictamente la duración del programa a la fase de reducida inflación, bajo crecimiento del PIB y desempleo elevado; o exigir supermayorías en el Parlamento para activarlo o renovarlo. Condiciones que traerían sus propios problemas añadidos, al depender de estadísticas producidas por el Gobierno, y por tanto potencialmente sujetas a manipulación.
Los indudables y sustanciales inconvenientes prácticos no deben, en todo caso, oscurecer el hecho indiscutible de que, si existe una situación de estancamiento persistente, que la política monetaria tradicional y la política fiscal no pueden evitar, el helicopter money es casi por definición la receta adecuada para hacerle frente. Adaptando libremente el postulado de Krugman: en un mundo caracterizado por el “exceso de responsabilidad” (política monetaria excesivamente restrictiva, gran propensión al ahorro), la “abierta irresponsabilidad” del Banco Central (durante un periodo tasado) sería la estrategia responsable. La cuestión pasa a ser valorar sus beneficios en términos de inducción de la necesaria demanda agregada frente a las contraindicaciones del instrumento, dependiendo de en qué medida estas últimas puedan ser atenuadas.
Coda: 1933 vs 2015
Todas las sugerencias de considerar la política fiscal-monetaria o helicopter money para acelerar la recuperación postcrisis, han sido sistemáticamente recibidas, en particular desde los países del norte de Europa, como una auténtica herejía, que ponía en cuestión los logros antiinflacionistas de las últimas décadas. La experiencia de EEUU en los años 30 puede ayudarnos a poner estas críticas en perspectiva.
EEUU, durante los años 3,0 se enfrentó a la Gran Depresión, con tasas de crecimiento negativas, un notable sobreendeudamiento tras la etapa de euforia financiera, y agravado por una persistente deflación, con terribles consecuencias sociales y políticas. El régimen monetario de EEUU (el patrón-oro) había funcionado razonablemente bien hasta la crisis de 1929, flexibilizándose progresivamente en respuesta a los cambios graduales en la economía mundial; pero, confrontado con una situación extrema, demostró que no podía ofrecer los márgenes de libertad en materia monetaria que la situación requería.
Si restamos algunas dosis de dramatismo, los paralelismos con la coyuntura europea –y del mundo desarrollado en general– durante la década de 2010 son evidentes, particularmente la espiral lowflation-deuda tras una época de exuberancia financiera. También en este caso la política monetaria se ha ido flexibilizando, con la introducción del quantitative easing, que ya comentamos en esta entrada anterior. Sin embargo –y en línea con el precedente histórico americano– la flexibilización del régimen monetario no se ha mostrado plenamente eficaz para restaurar el pleno empleo en un tiempo razonable.
Como es sabido, Franklin Delano Roosevelt decidió en 1933 sacar a EEUU del patrón-oro, medida que generó una enorme polémica. Suponía un salto a lo desconocido, para el que se vaticinaron consecuencias catastróficas por romper con lo que se suponía una condición esencial para la estabilidad económica: el respaldo físico (metálico) del dinero en circulación. Sin embargo, el cambio de régimen monetario en EEUU no generó ninguno de los desastres augurados, siendo por contra parte crucial en la recuperación de la economía estadounidense durante los siguientes años. El patrón fiduciario puro demostró ser (adecuadamente manejado) el régimen monetario ideal para un mundo crecientemente industrializado, con un peso cada vez mayor del sector público y una influencia creciente sobre él de la ciudadanía.
De manera análoga, no deberíamos descartar que los tiempos económicos actuales, caracterizados por una demanda estructuralmente alicaída, tipos de interés persistentemente bajos, y un sobreendeudamiento generalizado, puedan requerir un régimen monetario diferente al actual. Uno en que la financiación monetaria de los déficits no se conceptúe como comportamiento intrínsecamente nocivo, sino que sea permisible en circunstancias excepcionales y estrictamente tasadas.