El cuadro macroeconómico descrito en entradas anteriores hace a priori muy recomendable la utilización de la política fiscal. Ante la atonía o reducción de la demanda agregada, y su falta de respuesta a la política monetaria tradicional, un instrumento como este, capaz de elevar el nivel de gasto de manera directa, es –según los cánones económicos– el ideal. ¿Por qué?
Podría pensarse que los mismos factores que atenazaban al sector privado –sobreendeudamiento, incertidumbre–, impidiéndole aprovechar plenamente las favorables condiciones de endeudamiento, podrían afectar al sector público. Sin embargo, en el sector público se presentan dos rasgos diferenciales importantes:
- Es un agente de tamaño macroeconómicamente relevante y que internaliza las consecuencias macro de su actividad económica, cosa que los agentes privados no hacen. Por tanto, contrapone a los “costes” de un mayor endeudamiento el beneficio que el activismo fiscal pueda tener sobre la coyuntura económica, particularmente la posibilidad de cortocircuitar espirales deflacionistas como las que se apuntaban al principio de la crisis
- Dada la enorme flexibilidad de los bancos centrales durante la crisis, el sector público juega con la ventaja de saber que la mayor parte de esa deuda adicional terminaría siendo asumida, al menos temporalmente, por su banco central. A sabiendas de que, a la hora de deshacer esa flexibilización cuantitativa, es decir, de devolver al mercado la deuda pública comprada por el banco central, este tendría en cuenta la situación financiera del Tesoro nacional… Un lujo con el que los emisores privados no contaban.
Por encima de todo, la política fiscal (a través de algunas partidas de gasto público) es capaz de incidir directamente sobre la demanda agregada, cosa que no es posible vía política monetaria.
Pero lo cierto es que la política fiscal no ha desempeñado ese papel. En ciertos casos, porque los países también afrontaban un problema de exceso de deuda pública. Algunos, porque incluso antes de la crisis estaban sobreendeudados; otros, por los propios efectos de la crisis, tanto cíclicos (reducción ingresos por menor actividad, aumento de gasto por desempleo y otras contingencias sociales) como relacionados con el sector financiero (coste sustancial de los rescates bancarios). En otros países, seguramente por una actitud excesivamente cautelosa, aplicando los criterios tradicionales a una situación decididamente excepcional. Y en al menos uno (EEUU), por la parálisis y polarización política, que hizo imposible la aprobación de programas fiscales significativos por el Congreso más allá del año 2009.
¿Cómo debía aplicarse esa política fiscal expansiva?
Como se mencionaba anteriormente, para dinamizar la demanda es mejor en casi cualquier circunstancia es siempre mejor el impulso fiscal vía gasto (aumento consumo o inversión públicos) que vía ingreso (reducciones impositivas), dado que en este último caso –y en condiciones de gran incertidumbre– la reducida propensión al consumo puede hacer que gran parte de la renta que el sector público inyecta se “pierda” vía ahorro. De hecho, en las versiones fuertes (y un tanto simplistas) de la tesis de estancamiento secular, el aumento “secular” del gasto público era lo único que podía impedir que esa permanente deficiencia en la demanda privada se tradujese en una desviación permanente respecto al pleno empleo.
Vimos con anterioridad el papel clave de la inversión en los postulados keynesianos ortodoxos dentro de los que nos estamos moviendo. No es de extrañar, por tanto, que en este contexto la forma preferida de impulsar la demanda sea mediante la inversión pública; idealmente, la inversión en infraestructuras, que tiene la doble virtud de generar demanda de manera directa, y producir también típicamente efectos arrastre importantes en otros sectores, que contribuyen adicionalmente al PIB vía multiplicador keynesiano. Invertir a coste prácticamente cero en proyectos con rentabilidad social positiva es prima facie una estrategia ganadora, que permite a la sociedad aumentar su bienestar a largo plazo y a la vez dinamizar la coyuntura económica a corto.
Sin embargo, la inversión pública ha permanecido deprimida durante este periodo, sin que –más allá de casos de menor importancia– se haya utilizado como elemento contracíclico. En general, la política fiscal se ha limitado a reflejar pasivamente el impacto de la crisis sobre las cuentas públicas vía estabilizadores automáticos y gasto de saneamiento del sector financiero; en el caso de los países con déficit y deuda más abultados –obligados por ende a ajustes fiscales importantes– imprimiendo un perverso sesgo procíclico. No ha habido el activismo fiscal que habría sido necesario para sostener la actividad económica.
Como veremos en la siguiente entrada, la falta de impulso fiscal suficiente en un contexto de atonía económica generalizada ha hecho mucho más difícil el trabajo de la política monetaria, forzando los límites de la política monetaria convencional.