El clima era depresivo en Europa en 2012. Los países cuyo tipo de interés real cayó abruptamente tras la creación del euro habían vivido largos ciclos de expansión impulsados por la demanda interna y rápidamente financiados desde el norte de Europa, en el contexto de la libre circulación de capitales entre todos acordada. La crisis de Lehman Brothers expuso en 2008 esta realidad y el secado del mercado bancario dejó a estos países (Grecia, Irlanda y Portugal, primero, y, más tarde, España), sin financiación externa. En medio, se destapó la falta de credibilidad de las cuentas públicas griegas. Todos compartían un saldo exterior deficitario. No todos compartían irresponsabilidad en la gestión de sus cuentas públicas, o al menos, no del mismo tipo.
En todo caso, el paquete fue el mismo: el clásico programa de ajuste macroeconómico para crisis de balanza de pagos en el que a la contracción en la financiación externa privada se añade una contracción fiscal (suavizada, eso sí, por la financiación externa pública), unido a una narrativa según la cual quienes otrora habían recibido financiación externa debían expiar sus culpas. Independientemente de que el programa fuera formal, como en los tres primeros, o impulsado de facto por la política monetaria del BCE, que no anunció “whatever it takes” hasta que España solicitó la ayuda para la recapitalización bancaria, la consecuencia fue una presión deflacionaria con la que estos países fueron recobrando penitentemente el equilibrio exterior. Italia fue un caso especial. No tuvo programa de ajuste financiado desde fuera, pero el gobierno de Monti fue en la práctica un gobierno de excepción para poner en marcha medidas de ajuste.
A la par que en estos países se reducían salarios e inflación, déficit exterior y déficit público, surgieron los partidos anti-, como Syriza en Grecia, la Liga y el Movimiento 5 Estrellas en Italia, Podemos y el independentismo catalán en España, que terminó desembocando en una crisis muy molesta para toda Europa. Paralelamente, ganaban escaños o incluso llegaban al gobierno otros partidos anti-: Alternativa por Alemania, los partidos de la Libertad en Holanda y en Austria y los Verdaderos Fineses, apoyados en un discurso etnicista de desconfianza hacia todo lo europeo, otros países incluidos. En definitiva, la crisis de hace diez años terminó poniendo patas arriba los arcos parlamentarios europeos.
¿Para qué traer a colación este cuadro histórico? Porque es lo que tienen en mente los gobiernos europeos que han acordado el fondo de recuperación y que no solo van a insuflar un estímulo fiscal en el momento correcto, sino que van a cambiar la definición de la ortodoxia económica para la próxima década. Igual que el BCE tardó poco más de una semana en dar el volantazo en marzo (desde el desafortunado “no estamos aquí para reducir diferenciales” hasta el anuncio del programa de compras de activos en la pandemia) en lugar de varios años como el BCE de Trichet a Draghi, las autoridades fiscales tardaron solo cuatro meses en acordar la hasta entonces imposible emisión de eurobonos, y, además, para financiar un programa de apoyo fiscal, y, además, para proteger la “resistencia de la sociedad”.
Para que la magia del consenso funcione, nada se puede llamar así. Ni eurobonos, ni programa de estímulo fiscal, ni gasto corriente. Títulos emitidos por la Comisión Europea, programa de inversiones y reformas y concepto amplio de la inversión.
¿Qué entra en este paquete? Todo depende de cómo se defina la inversión y – atención- las transformaciones (que no las rancias “reformas estructurales”). La guía que ha publicado la Comisión Europea para la rentrée, que, ya desde antes de que se acuerde el Reglamento de la Facilidad de Recuperación y Resistencia, orienta sobre cómo planificar el destino de los fondos, define inversiones como un concepto amplio, que incluye desde las tradicionales en capital físico (infraestructuras de transporte de las que nos sobran en España o eficiencia energética en edificios, de la que falta en toda Europa) hasta intangibles, como patentes o software. Pero también caben, afortunadamente, la inversión en capital humano (gasto en salud, en protección social, en educación) y en el capital natural (protección de ecosistemas, mitigación y adaptación al cambio climático). En definitiva, ¿qué es una inversión o reforma susceptible de financiación comunitaria? “Las que tengan un impacto duradero positivo en la economía y la sociedad, respondan a retos identificados en el Semestre Europeo [las recomendaciones que se aprueban anualmente para cada país], faciliten la transición verde y digital y fortalezcan el potencial de crecimiento, la creación de empleo y la resistencia social de los Estados miembros” (ver aquí).
El giro de la nueva ortodoxia hacia la inclusión social y la inversión en servicios públicos es copernicano. Baste como ilustración uno de los ejemplos que pone la Comisión Europea como objetivo aceptable (concreto, cuantificable, con calendario de cumplimiento, como se requiere), que puede estar previsto en los Planes Nacionales de Recuperación y Resistencia: aumentar de 10 a 50 el porcentaje de mujeres de entre 25 y 60 años a las que se les ha hecho una prueba en los últimos tres años para descartar cáncer de cuello del útero. No se queden con este ejemplo, por favor. El porcentaje de niños españoles que a los 16 años habla inglés de verdad y sabe redactar me parece tanto o más importante.
¿Y las reformas (o transformaciones)? Hay que cumplir con las recomendaciones comúnmente acordadas para cada país, especialmente las de 2019 y 2020. Las de este último año están destinadas a la gestión de la crisis. Las recomendaciones de 2019 que pesan sobre España incluyen, entre otras, mejorar el marco presupuestario y de contratación pública en todos los niveles de gobierno, preservar la sostenibilidad del sistema de pensiones, garantizar que los servicios sociales y de empleo proporcionen apoyo efectivo, favorecer la transición hacia contratos indefinidos mediante la simplificación del sistema de incentivos a la contratación, mejorar el apoyo a las familias, subsanar las carencias en la cobertura de los regímenes autonómicos de renta mínima, mejorar los resultados educativos, fomentar la eficiencia energética, la eficacia de las políticas de apoyo a la investigación y la innovación, avanzar en la aplicación de la ley de unidad de mercado mejorando la cooperación entre administraciones. Entre las de 2020 se menciona la de mejorar la cooperación entre niveles de gobierno. Y a esto se le añaden los objetivos de transformación verde y digitalización.
Así que no, los proyectos de inversión del plan no tienen que ser aeropuertos, pero sí, hay que hacer algunas reformas importantes, que no equivalen a destripar la red de protección social, sino a salvaguardar recursos (por ejemplo, en pensiones) para poder invertir en otras cosas también (por ejemplo, en infancia y dependencia) y tratar de resolver problemas que no puede ser que sean endémicos, como la tasa de paro española.
Naturalmente, hay que hacer este plan con un horizonte macroeconómico en mente, que incluye previsiones de crecimiento y también de déficit y deuda públicos. No es condicionalidad en política fiscal, es planificación para evitar que en 2024 los países receptores se encuentren con un barranco fiscal al desaparecer las transferencias europeas.
¿Funcionará? Caben muchas medidas de éxito o fracaso. La recuperación a corto plazo, el fomento del crecimiento a largo plazo, el ganar el puesto de cabeza tecnológico con la política climática, proteger la igualdad de oportunidades en un momento de grave crisis… y conjurar una crisis social y política que no se sabe por dónde puede estallar. El primer éxito es enfrentarse a lo que venga con experiencia previa y con un plan. Y en esto, los gobiernos europeos han acertado. En lugar de terapias flagelantes se enfrentan a esta crisis con una nueva definición de la ortodoxia económica que incluye la sostenibilidad y la protección social.