Resulta curioso constatar cómo, a lo largo de la historia, todas las utopías que se han propuesto han sido generalmente promovidas por individuos pertenecientes a gremios intelectuales que gozaban de una gran influencia –casi sobrenatural– sobre los líderes políticos y sociales. Es el caso de las utopías urbanas.
Ocurrió durante el Renacimiento, cuando ingenieros y matemáticos humanistas como Filarete maravillaron a los príncipes gobernantes con propuestas como Sforzinda; durante la primera mitad del XIX, cuando filósofos del socialismo utópico como Fourier encandilaron por igual a filántropos y clase política con sus comunidades basadas en el Falansterio; o durante el periodo de entreguerras del siglo XX, cuando arquitectos como Le Corbusier o Frank Lloyd Wright consiguieron obnubilar a los gobernantes de turno con las más avanzadas propuestas espaciales de la Ville Radieuse o Broadacre City, a la vez que les imponían sus inquebrantables criterios formales.
La mayoría de estas propuestas, aunque puedan haber pasado a la posteridad como magníficos aportes a la historia del pensamiento, por fortuna no vieron jamás la luz. Las que sí lo hicieron se dieron de bruces con el reto de albergar una (teóricamente) nueva sociedad, que requería un esfuerzo de adaptación para lo que no habían sido imaginadas. De ahí su fracaso, aunque algunas de ellas evolucionaran posteriormente con éxito –lo que por cierto les valió el repudio de sus autores–.
Desde este punto de vista, las utopías siempre encierran un marcado riesgo de promover la antítesis de lo urbano (no en vano utopía deriva del griego οὐτόπος “no lugar”), al intentar conseguir ex novo, por la vía rápida y mediante hechos consumados, lo que habitualmente se consigue a través de elaboradas decantaciones entre forma y función urbanas, y complejos mecanismos de interacción social (ensayos prueba-error). Y es que los atajos nunca fueron buenos, ni para la creación de nuevos mercados, ni para la generación de tejido urbano.
En los últimos años, el testigo como guardianes de las esencias de las utopías urbanas lo han intentado recoger algunos economistas, tradicionalmente ausentes de la promoción de ideas fantasiosas y estrambóticas sobre la ciudad. El ejemplo más claro de este relevo es el del flamante premio Nobel de Economía, Paul Romer, autor y defensor a ultranza de la propuesta de ciudades estatutarias (charter cities) ya mencionada aquí y que ha recibido un buen número de críticas (ejemplos, aquí, aquí y aquí) en aspectos relacionados con la política, la economía y la gobernanza. Es justo reconocer que este ejercicio de estilo de Romer en relación a la ciudad no ha dejado a nadie indiferente (parece difícil dudar de la capacidad de Romer en este sentido), ya ha sido incluso capaz de atraer la atención de inversores y gobiernos de varios países.
El motivo por el que Romer selecciona la ciudad como punto de entrada de su utopía es ya de por sí controvertido y muestra más bien un intento de incluir la ciudad dentro de su teoría del crecimiento endógeno, pero sin un intento de reflexionar sobre la naturaleza del mundo urbano y su íntima relación con los modelos económicos que en él se albergan. Las charter cities se basan, entre otras hipótesis de improbable certeza, en la necesidad de que sean megalópolis, enormes ciudades tanto en extensión como en densidad de población, con el fin de poder convertirse en potenciales ganadoras de una hipotética competición global entre urbes por atraer el talento y la inversión.
La afirmación de su charla TED de 2010 de que un mayor tamaño de las ciudades lleva aparejado una mayor eficiencia en el uso del suelo global resulta ser banal, además de únicamente posible en el caso de que la cantidad de suelo urbano fuera el único parámetro de una ecuación de sostenibilidad global. Sin embargo, a escala urbana y territorial, existen muchos argumentos contradictorios sobre las magnitudes ideales de densidad y extensión que hagan a las ciudades más dotadas para el éxito.
La principal crítica es que confunde un espacio urbano de vitalidad económica con remedos falsamente urbanos apegados a una lógica exclusivamente financiera. En muchos casos, la inversión en construcción de espacios físicamente similares a nuestras ciudades no está destinada a crear ciudad o espacio urbano, sino que únicamente se habilita a efectos de generación rentas monopolísticas. Ejemplos de ello son las áreas de exclusión aduanera, también llamadas zonas francas, surgidas en el pasado de la necesidad de desarrollar económicamente determinados lugares (Hong-Kong, o Gibraltar son dos de los casos clásicos). En ellas, mediante mecanismos pseudourbanos supuestamente innovadores y el desarrollo inmobiliario de áreas originariamente no urbanas, se manifiesta una total ausencia de libertad, y se incentiva la elusión fiscal y la excepcionalidad. El orden espontáneo, concepto tan querido y manoseado por la economía liberal, y que ciertamente ayuda a caracterizar la vitalidad microurbana cuando se observa bajo el prisma de la igualdad de oportunidades y la integración, está completamente ausente de estos nuevos lugares, creados únicamente con el objetivo de crear grandes retornos para el capital basados en el monopolio y la opacidad. Es más, acaba convirtiéndose en el paradigma de la segregación.
Con la intrínseca extralegalidad que permea en estas ciudades estatutarias, quizá más cercanas a la distopia que a la utopía, cuesta imaginar cómo se conduciría en ellas una gestión eficiente de la movilidad (intraurbana, interurbana, y especialmente rural-urbana), contando únicamente con las herramientas políticas y urbanas de los estados de derecho. Y es que, no lo olvidemos, la propuesta de Romer se produce en pleno apogeo de la Gran Recesión, y por tanto con los populismos de todo signo acechando, también en relación a la ciudad y sus complejas derivadas, como el impacto de los flujos migratorios. El inteligente y falaz “cherry picking” de Romer sobre el relativo éxito de Shenzen y las zonas económicas especiales chinas pudo ser eficaz (por deslumbrante) para encandilar a algunos líderes políticos, pero no debe ocultar los grandes interrogantes que han estado presentes en la creación de las zonas económicas especiales chinas.
Puestos a hablar de utopías, parece mucho más interesante esta idea de Jeremy Rifkin, expuesta también con la ayuda de ejemplos en China, donde se opta por proponer una serie de incentivos para densificar los centros urbanos secundarios, en vez de continuar con la hipertrofia de las grandes megalópolis. Esto permite hacer frente a la imparable urbanización del gigante chino y evitar que sus costuras se acaben rompiendo por el lado de los flujos migratorios descontrolados, por la dificultad creciente de la gobernanza o debido a la progresión geométrica del coste y extensión de las grandes infraestructuras urbanas. Rifkin intuye que replicar los servicios y los aspectos involucrados en el valor añadido de la producción (hoy fundamentalmente ligados a la innovación) en ciudades más pequeñas situadas en los anillos periurbanos, puede llegar a ejercer un interesante incentivo para el equilibrio territorial en áreas donde haya megalópolis con un exceso de “sex-appeal”.
En fin, mientras Romer se empeña en demostrar que, en el caso de las ciudades, todo esfuerzo parece poco para alcanzar, a modo de Ítaca, un lugar idílico que no existe, otras ideas más enraizadas en conceptos urbanos que acompasen el incremento de la productividad con el equilibrio territorial lucharan por convertirse en paradigma. Y de paso condenarían a la utopía de Romer a engrosar la larga lista de ideas que acaban en el merecido cajón de los atractivos recuerdos sin uso práctico posible.