En el debate sobre desigualdad y crecimiento hay dos mantras comunes: “primero crecer y después distribuir” (el famoso efecto goteo cercano a las tesis liberales) y “el crecimiento es condición necesaria, pero no suficiente para distribuir” (cercano a tesis más socialdemócratas). Creo, sin embargo que los dos pecan de un mismo problema. En ambos, el crecimiento económico aparece como algo positivo en sí mismo, y la desigualdad tiene un tratamiento subsidiario, en el sentido de que aparece como un condicionante a tener en cuenta únicamente en cuanto pueda afectar al crecimiento. Entre crecimiento y distribución no cabe la idea de una relación secuencial; es una relación de simultaneidad. (Me sumo así al debate abordado por este blog en estas entradas: 1, 2, y 3)
La distribución representa el reparto del producto social y aunque el producto crezca significativamente, si la distribución resulta notablemente sesgada puede ser socialmente rechazada. El equivalente empírico seria el juego del ultimátum consistente en entregar una cantidad a dos personas, una de ellas hace el reparto y la otra debe decidir si lo acepta o no. En el caso negativo ambos pierden las cantidades asignadas. Aunque ambos resulten perjudicados, la experiencia indica que repartos del tipo 9 a 1 o 8 a 2, son generalmente rechazados. En el campo económico una distribución muy sesgada del producto puede generar reacciones negativas aun cuando el crecimiento no se haya resentido. Probablemente las críticas al proceso de globalización sobe todo en las economías avanzadas tengan un origen de esta naturaleza, así como las llamadas de atención por parte organismos internacionales como el FMI o la OCDE recomendando una mayor atención al problema de la desigualdad.
La obsesión con el crecimiento, ignorando su distribución nos impide ver que hay situaciones en las que puede ser aconsejable un menor crecimiento para reducir la desigualdad, especialmente cuando adquiere proporciones insultantes. Se puede ver con un ejemplo numérico sencillo, supongamos dos escenarios: (i) crecer al 4%, con una distribución de forma que un 75% del producto va al 10% de la población con mayor renta, es decir, se apropiarían del 3% del crecimiento, y el 1% restante iría al 90% de la población; (ii) crecer al 3% con una distribución del 60/40%, de forma que el 10% de la población recibiría el 1,8% y el 90% restante el 1,2% del crecimiento. Por tanto, que el 90% de la población quedarían en mejores condiciones cuando el crecimiento fuera del 3%. Frente a estas dos opciones parece aconsejable optar por la segunda mediante una política fiscal más agresiva aun a costa de reducir el crecimiento. Es probable sin embargo, que se cayera en lo que denominaría “la trampa del crecimiento”, es decir, optar siempre por la opción de mayor crecimiento.
Podría objetarse que hay una solución más ventajosa: creciendo al 4%, el 10% de la población más beneficiado puede compensar al 90% restante de forma que ambos grupos queden por encima de lo que obtendrían creciendo al 3%. No es muy realista sin embargo que tenga lugar este tipo de compensaciones cuando el punto de referencia de la política económica es únicamente aumentar el PIB. De hecho, normalmente en política económica en momentos de alto crecimiento se reduce la carga impositiva. Otra objeción, a mi juicio menos presentable, sería señalar que creciendo menos se estaría perjudicando mucho a unos pocos para beneficiar poco a unos muchos.
Por otro lado, de acuerdo con el modelo microeconómico de equilibrio general, el punto de equilibrio viene determinado por la distribución de recursos de partida, de forma que la distribución de la renta determinará la trayectoria para alcanzar dicho equilibrio. Bajo diferentes trayectorias dos países pueden llegar a tener un nivel similar de PIB per cápita, con una composición de output muy diferente. En un país más igualitario en términos de distribución de la renta predominará la producción o financiación pública de servicios asistenciales, sanidad, educación o redes de protección social. Esta diferencia es el resultado de diferentes trayectorias de crecimiento y no responden a una dinámica de crecer para luego distribuir, porque la ruta de crecimiento y la distribución son dos caras de la misma moneda.
Por tanto, desde la política económica, debe tenerse siempre presente que el PIB, es un indicador unidimensional, que ignora los aspectos relacionados con la distribución (además de ser un indicador con serias limitaciones); y que entre crecimiento y distribución no cabe la idea de una relación secuencial. Es una relación de simultaneidad, se crece en el marco de un sistema fiscal y de una distribución de recursos determinada. Si el sistema fiscal y de transferencias sociales adolece de capacidad redistributiva, fácilmente puede caerse en una situación de la trampa del crecimiento, optando por la ruta de más rápido crecimiento, ignorando otras opciones de mayor impacto redistributivo.
España podría precisamente encontrarse en esta situación. A pesar de crecer en torno a 3 puntos porcentuales del PIB, los niveles de desigualdad pobreza y exclusión social se sitúan entre los más altos de la UE, como alerta la Comisión en su último informe país sobre España, (2017). Además, no se trata de una tendencia de los últimos años. El estudio de la Fundación BBVA sobre distribución de la renta en España, pone de manifiesto un aumento en la desigualdad en el periodo 2003-13 (Francisco Goerlich, 2016). Así, los diferentes índices de desigualdad calculados a partir de la renta disponible per cápita exhiben un aumento sostenido a lo largo de todo el período. Un índice de uso frecuente como es el cociente entre los percentiles de renta 90/10 (cociente entre rentas del 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre) ha pasado de un 4,6 en 2003 a un 6.9 en 2013.
Propongo pues un nuevo mantra: el objetivo de la política económica debe ser determinar “la senda binaria de crecimiento-distribución”.