Macroeconomía sin consensos (¿ni cimientos?)

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La política macroeconómica aplicada tras la crisis financiera global ha roto con todas las prescripciones que se habían asentado entre académicos y gestores, sintetizadas en los denominados consensos de Washington y el de Jackson Hole. En general, se reconoce que para salir de la crisis era necesario desviarse de los consensos estirando los límites de las políticas monetaria y fiscal expansivas, pero la gestión de la macro ha sido objeto de una continua controversia durante estos años, que se acentúa a medida que las políticas empiezan a mostrar síntomas de agotamiento y la economía global tan solo registra una moderada recuperación. El mundo académico va por detrás de los gestores, aprendiendo del impacto de las políticas aplicadas, sin aportar tampoco un nuevo consenso, e incluso, con nuevas aportaciones que van en la dirección de cuestionar los cimientos que han dominado la investigación macro durante décadas.

Las conferencias bienales que organiza el FMI desde 2011 son un buen termómetro del estado de la macroeconomía (IMF: Rethinking Macro Policy). En la primera el objetivo era destilar las lecciones de la crisis, y las siguientes han estado encabezadas por sendas preguntas: ¿que hemos aprendido? en 2013, y la aún más abierta, ¿progreso o confusión? de 2015. Las respuestas pasan básicamente porque los viejos consensos ya no valen, pero tampoco hay uno sustitutivo, hay que seguir analizando y aprendiendo de la experiencia.

El estándar pre-crisis para la política monetaria se guiaba por lo que se conoce como el consenso de Jackson Hole (simposio anual organizado en agosto en por la reserva federal de Kansas City). Establecía que la política monetaria debía ocuparse del control de la inflación y utilizar como principal instrumento el tipo de interés a corto plazo. Se sustentaba académicamente en la consideración de que la expansión monetaria no tenía un impacto relevante en el crecimiento y en lo que Olivier Blanchard y Jordi Galí caracterizaron como la “divina coincidencia”, de manera que el control de la inflación llevaba a que la economía se acercara a su crecimiento potencial ‒aquél que se alcanza si no se infrautilizan los recursos de producción‒ (ellos mismos desmontan la coincidencia en un contexto de salarios rígidos). El esquema admitía que podría haber crisis financieras, pero en todo caso eran resolubles con inyección de liquidez por parte del banco central, y tenían un coste inferior a los beneficios de la fase alcista.

El Consenso de Washington se refería al tipo de políticas preconizadas por el FMI y los bancos de desarrollo a partir de los años noventa: política monetaria orientada al con­trol de la inflación, política fiscal determinada por el obje­tivo de estabilización a medio plazo, y con una estructura orientada hacia gastos favorecedores del crecimiento (educación y sanidad primaria, e infraestructuras), y una filosofía general a favor del laissez faire, dejando funcionar al mercado −liberalización comercial, seguridad jurídica, privatización, tipos de cambio flexibles, liberalización de movimientos de capital−. La Oficina de Evaluación Independiente del FMI (IEO) caracterizó la situación en el Fondo de un pensamiento grupal ‒existente también en la política económica y en el mundo académico ortodoxo‒ de minimización de los riesgos de los mercados financie­ros, contando con que se autocorregi­rían.

Estos consensos casaban con la realidad del periodo de la Gran Moderación entre finales de los años ochenta hasta 2008, marcado por ciclos relativamente moderados y controlables. Sin embargo, se rompen en pedazos con la Gran Recesión. El riesgo acumulado en activos financieros sofisticados (o inmobiliarios) resultó ser gigantesco, dando lugar a una profunda recesión cuyos costes han superado en muchos países a los beneficios de la fase alcista previa.

Las políticas aplicadas se han desviado necesariamente de los consensos. En política monetaria, el control de tipos ya no es suficiente porque hay un problema de “trampa de liquidez” ‒el sector privado no tira de la economía, ni si siquiera con tipos de interés en el entorno del cero por ciento, porque está desendeudándose‒. Se ha actuado a través de inyección de liquidez en la economía y de lo que se conoce como políticas no convencionales (expansión cuantitativa, anuncio de políticas a medio plazo). Una inflación estable es condición necesaria, pero ya no es condición suficiente para garantizar el crecimiento, se ha roto la divina coincidencia, la política monetaria debe tener en cuenta también el crecimiento y la estabilidad financiera (este es un amplio debate sobre objetivos aún no cerrado).

En política fiscal, se mantiene el objetivo de estabilización a largo plazo, pero se “estiran” los márgenes y los plazos para que se pueda apoyar el crecimiento hasta que la economía termine de recuperarse (en torno a 2010 se pasó por un infeliz momento en el que se argumentaba que la austeridad podía ser expansiva). En la estructura de gastos se presta más atención al riesgo de exclusión y a la desigualdad. La capacidad autocorrectora del mercado queda desterrada tras el fiasco de las ineficiencias y extralimitaciones de un sistema financiero excesivamente desregulado. Se ha desarrollado una amplia agenda regulatoria y de vigilancia de los mercados, incluyendo la creación de nuevas instituciones públicas (consejos de estabilidad financiera y de riesgo sistémico, entre otras),

Ahora bien, este marco de políticas expansivas y mayor vigilancia de los mercados se ha aplicado con distinta intensidad y ritmo entre países por la falta de consenso político y académico (en general anglosajones y Japón por delante de Europa). Más aún, hoy se enfrenta a una creciente controversia porque la economía mundial no termina de recuperarse. Se plantea un agotamiento de los márgenes para las políticas monetaria y fiscal y la necesidad de diseñar estrategias de salida (deshacer la expansión llevada a cabo). El debate está en cuál debe ser el ritmo de salida, y de nuevo, no hay consenso. El staff del FMI acaba de impulsar una nueva estrategia que precisamente destaca por la amplitud en sus términos (casi cualquier argumento cabe en ella), etiquetada como las tres C´s, una política económica: comprehensiva (completa: acción conjunta en todos los frentes, monetario, fiscal y reformas estructurales), consistente (aprovechar los márgenes que se tienen a corto plazo, pero anclando expectativas de consolidación y ajuste a largo plazo), y coordinada internacionalmente.

Mientras tanto, el mundo académico va por detrás de los gestores, tratando de asentar un nuevo esquema aprendiendo de las políticas llevadas a cabo. La confusión es aún mayor porque nuevas aportaciones cuestionan los cimientos del análisis dominante durante décadas. Como ejemplo, el que más lejos ha llegado ha sido Paul Romer, el nuevo economista jefe del Banco Mundial, que acaba de hacer pública una crítica especialmente revisionista (The trouble with macroeconomics). Plantea que la macro ha perdido el tiempo durante más de tres décadas con una modelización basada en supuestos completamente desviados de la realidad, cayendo en un dogmatismo que ha limitado el espíritu crítico necesario para el progreso científico. Cuestiona en particular los denominados Modelos de Equilibrio General Dinámico Estocástico (con desafortunado, y acaso premonitorio, acrónimo, si se lee en español afrancesado).

Por cierto, el disenso no es malo, simplemente nos recuerda que la economía es una ciencia social, y, como tal, sujeta a debate.

2 comentarios a “Macroeconomía sin consensos (¿ni cimientos?)

  1. Hinojo
    05/11/2016 de 06:26

    De acuerdo con el acrónimo MEGDE. Muy buenas referencias bibliográficas.

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