Los americanos se juegan la salud

161107_los_americanos_se_juegan_la_salud_img0

No me refiero a las muy probables secuelas que sufrirán, después de una campaña tan larga, aquellos que no soportan al del tupé rubio o a la del apellido presidencial. Más bien se trata de pensar en cuál puede ser la consecuencia más trascendente de esta elección sobre la economía de Estados Unidos.

El debate económico durante la campaña ha girado alrededor del comercio, la inmigración y las políticas para sacar a la clase media de su estancamiento. Son temas centrales, sin duda, en los que las posiciones de los candidatos son muy distintas y pueden dar lugar a cambios de calado que afecten además al sistema de cooperación económica internacional. Sin embargo, si se mira con perspectiva, el efecto más determinante sobre su propio bienestar de la decisión que van a tomar los estadounidenses tiene que ver con el sistema sanitario.

¿Qué rasgo propio de un país desarrollado le falta a los Estados Unidos? La universalidad de la asistencia sanitaria. La gran asignatura pendiente del New Deal fue precisamente esta. El Presidente Truman trató a finales de los años cuarenta de completar las instituciones propias de un estado del bienestar con la introducción de un sistema universal. Fracasó por la oposición de la Asociación Americana de Médicos y la propaganda que equiparó el proyecto, en pleno arranque de la guerra fría, a un peligroso paso hacia el socialismo. Durante los años sesenta, esta insuficiencia se palió con la creación de los programas públicos de provisión de servicios sanitarios para los jubilados (el Medicare) y para las familias sin recursos (Medicaid). La casi totalidad de la producción de servicios sanitarios (con la única excepción de los veteranos de guerra) siguió siendo privada.

En 2010, cuando se aprobó la Ley de reforma sanitaria (Patient Protection and Affordable Care Act, también conocida como Obamacare), el gasto en salud de Estados Unidos era del 17% del PIB, el más alto del mundo. Aun así, el 16,3% de la población no contaba con cobertura sanitaria, en torno a 50 millones de personas. Para hacerse una idea de la excepcionalidad americana, el resto de países desarrollados gastaba entre el 9 y el 11% del PIB, alcanzando en la mayoría de los casos la universalidad en el acceso a la sanidad.

Pero el problema iba más allá de la población excluida. En un estudio de las Academias Nacionales de Ciencia publicado en 2013 se concluye que los estadounidenses tienen una salud notablemente peor que la de un grupo de países comparables (entre los que estaba España). El rezago es significativo en esperanza de vida, mortalidad infantil, homicidios, enfermedades de transmisión sexual, obesidad y diabetes, cardiopatías y consumo de drogas. Y afecta con particular intensidad a los jóvenes.

Aunque las causas de esta brecha de salud son múltiples, no se puede entender sin las graves deficiencias de un sistema cuya lógica primordial es generar altos ingresos para médicos, aseguradoras y empresas farmacéuticas. Es difícil encontrarse con un esquema institucional que sea a la vez tan ineficiente (absorbe una cantidad ingente de recursos y tiene peores resultados que países que gastan menos) y tan injusto (por dejar a millones de personas sin cobertura sanitaria).

Las ramificaciones económicas de esta situación alcanzan también al presupuesto y al empleo. El problema de sostenibilidad fiscal de la administración federal en las próximas tres décadas se explica en gran medida por el aumento del gasto público en los programas de salud. Una parte de ese incremento deriva del envejecimiento de la población, pero otra parte está relacionada con la dificultad para contener el crecimiento del coste de la producción de los servicios sanitarios (e incluso con un volumen de fraude que llegó a preocupar hasta al Economist).

Esta tendencia eleva los costes laborales para las empresas que sufragan los seguros sanitarios y reduce la renta disponible de aquellas personas que se tienen que procurar los seguros por su cuenta. La falta de prevención y de cobertura tiene un impacto sobre la incapacidad laboral y eleva la incertidumbre para las familias, que en algunos casos acaban arruinadas por los gastos sanitarios.

La reforma de 2010 ha tratado de avanzar hacia la universalización del acceso a la sanidad, racionalizando el modelo de producción privada de los servicios sin ponerlo en cuestión. La Ley obliga a asegurarse a todos los ciudadanos, regula los seguros para que no excluyan a los ya enfermos, crea un conjunto de mercados para comercializar esos nuevos seguros y pone en marcha un programa de subvenciones para abaratar el coste a las personas con menor renta.

Según los datos más recientes, la aplicación de la reforma ha aumentado en veinte millones el número de personas con cobertura sanitaria. El porcentaje de población con acceso a servicios sanitarios ha subido hasta el 91,1%. Otro de los efectos positivos ha sido la desaceleración del crecimiento del gasto por asegurado, aunque es pronto para saber si la Ley conseguirá mantener esta tendencia.

Más allá de la feroz oposición de los republicanos, la reforma ha tenido y sigue teniendo varios problemas. El más inmediato es el aumento en las primas que se ha producido en las últimas semanas cuando  muchos de los nuevos asegurados han tenido que renovar sus pólizas. En algunos casos el incremento es de dos dígitos. Aunque las subvenciones amortigüen el impacto, la subida de las primas es un síntoma de que no existe suficiente competencia o de que no se han asegurado suficientes jóvenes. Si no se controla el crecimiento del coste de la producción de los servicios, el gasto total puede seguir subiendo, hasta llegar al 20% del PIB durante la próxima década.

Trump ha prometido derogar la Ley y sustituirla por un sistema de cuentas individuales de ahorro con incentivos fiscales. Clinton pretende refinarla, con la introducción de una opción de seguro público que pueda competir con los privados en aquellos mercados donde la competencia sea insuficiente y con más medidas para frenar los gastos en medicinas y las franquicias. El futuro de la reforma y de la excepcionalidad estadounidense en materia sanitaria depende por tanto de quién sea capaz de ganar al menos 270 votos en el colegio electoral el próximo martes.