Peta CETA

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Como los caramelos (Peta Zetas), el acuerdo comercial entre la Unión Europea y Canadá firmado en octubre de 2016, conocido por su acrónimo en inglés, el CETA (Comprehensive Economic and Trade Agreement o Acuerdo Económico y Comercial Global), tiene un sabor final dulce, pero está siendo explosivo en su degustación, hasta el punto de que puede acabar “petando” en su proceso de ratificación en los parlamentos nacionales en Europa. Los términos del acuerdo son muy razonables y beneficiosos, y es difícil pensar en un socio mejor que Canadá para garantizar unas relaciones económicas que mantengan altos estándares de protección social, medioambiental o al consumidor (mejores que en muchos países europeos). A pesar de ello, el acuerdo está siendo ampliamente cuestionado, más que por sus propios contenidos, por un creciente sentimiento de rechazo a la apertura comercial que no conviene menospreciar.

Se trata de un acuerdo denominado de segunda generación, porque va más allá de los acuerdos comerciales tradicionales, que se centraban en el comercio de bienes y en las barreras en frontera (aranceles, cuotas y normas de origen). En este terreno, las cifras son significativas: se eliminan prácticamente el 99 por ciento de los aranceles en un período de 7 años (la mayoría desde el primer año), y las cuotas a la importación ‒con alguna salvedad como los productos lácteos o la carne, importados respectivamente, desde Canadá y Europa‒. Dado un comercio bilateral valorado en 63.500 millones de euros en 2015, se estima una reducción de aranceles en las exportaciones a Canadá por valor de 500 millones de euros anuales. En medidas no arancelarias, se permitirá la certificación en origen (órganos reguladores canadienses podrán certificar productos de acuerdo a reglas europeas y viceversa).

Pero, el CETA va más lejos, aborda barreras “más allá de las fronteras”, incluyendo una ambiciosa agenda de liberalización de servicios ‒donde se establecen listas negativas, es decir, libre acceso salvo que se establezcan limitaciones (se establecen de distinto rango, por ejemplo, en minería, educación, sanidad, distribución de agua, o servicios postales) ‒ , pero también aspectos como coordinación regulatoria, movilidad de trabajadores, licitaciones públicas, protección de inversiones o propiedad intelectual. Estos elementos de segunda generación son lo que llevado a calificar el acuerdo como “mixto”, es decir, incluye componentes que transcienden el ámbito de la Política Comercial Común (PCC) porque afectan a políticas de competencia nacional, por tanto, no puede aprobarse solo en el ámbito de las instituciones europeas (Comisión, Consejo y Parlamento), y debe ser ratificado por los parlamentos nacionales. En cualquier caso, la mayor parte de las disposiciones entrarán en vigor provisionalmente una vez se apruebe por el Parlamento Europeo (previsto para principios de 2017).

Es en estos elementos donde se ha centrado el debate en torno al CETA, fundamentalmente en tres ámbitos: los estándares regulatorios, la resolución de disputas entre inversores y Estado, y un problema más general de soberanía en Europa. La preocupación por los estándares regulatorios, no parece muy fundada si se tiene en cuenta que en Europa se aplica la doctrina del Cassis de Dijon, que establece el reconocimiento mutuo de los estándares nacionales (sin poner nombre y apellidos, se me ocurre más de un país europeo con estándares más bajos que los de Canadá). Se trata además de un acuerdo “vivo” porque prevé impulsar un amplia cooperación reglamentaria (equiparación de estándares, facilitación de comercio, reconocimiento de estudios, licitaciones, etc.); pero este esquema también es garantista porque se basa en una amplia (quizás demasiado) comitología con múltiples niveles, y en cualquier caso, la cooperación es de carácter voluntario para los países (art. 21.2).

El esquema de resolución de disputas entre inversores y Estado ha sido el más controvertido y el que más modificaciones ha exigido. Tradicionalmente estos acuerdos se firmaban bilateralmente entre países (eran menos visibles), y en este caso se ha apostado por un marco general, cuyo esquema final es muy innovador al introducir un tribunal de mediación fijo y otro de apelación (Art. 8.27, 28).  En las mediaciones tradicionales cada parte elegía a su árbitro; en el nuevo esquema hay quince mediadores elegidos por cinco años renovables ‒5 canadienses, 5 de la UE, y 5 extranjeros, todos con experiencia demostrada y sujetos a altos estándares éticos, para lo que se desarrolla una deontología explícita (art. 8.30)‒;  las disputas se resuelven entre tres de ellos elegidos por un esquema aleatorio. Se establece además la opción de avanzar hacia un tribunal multilateral de mediación con este esquema al que se podrían sumar terceras partes, eventualmente EEUU si el TTIP llegara a aprobarse (improbable tras la victoria de Trump).

El problema de gobernanza en Europa se ha hecho evidente con la resistencia de Valonia al CETA, una región con 3.5 millones de habitantes que ha estado a punto de bloquear un acuerdo que afecta a 510 millones de europeos. Si bien la Comisión ha argumentado que, tras el Tratado de Lisboa, el CETA debía aprobarse solo en el ámbito europeo, ha primado el peso del Consejo bajo el argumento de su carácter mixto para exigir su aprobación en los parlamentos nacionales. Se trata de un ejemplo más del dilema de la UE, ante las dificultades políticas para apostar por una verdadera transferencia de soberanía al Parlamento Europeo (incluyendo completar la unión monetaria en su componente fiscal).

Pero Valonia también apunta a la crisis de confianza de la opinión pública hacia las instituciones de Bruselas. Es llamativo que la resistencia valona se haya  cerrado con la negociación a última hora de un Instrumento interpretativo conjunto con validez jurídica, que básicamente viene a reiterar elementos ya contemplados en el acuerdo como la autonomía regulatoria de los países, la protección laboral y medioambiental, o que el CETA no supondrá que los inversores internacionales puedan tener mejor trato que los nacionales.

Canadá tiene unos estándares sociales que superan con creces la media europea y es un país pequeño en términos relativos al conjunto de la UE (por tanto, con una amenaza competitiva menguada). Si no se consigue el CETA ‒todavía puede “petar” en los procesos de ratificación nacionales‒, poco cabe esperar del futuro de estos acuerdos. Como señala Dani Rodrik, ya no basta con decir que los acuerdos comerciales son buenos per se. Redundan en mayor bienestar para el conjunto de la sociedad, pero tienen un impacto redistributivo que afecta a los productores y consumidores nacionales, e implican cesión de soberanía. Hay que explicar mejor a la opinión pública sus implicaciones y establecer mecanismos para contrarrestar sus efectos. Lo que está en juego es mantener la viabilidad de los acuerdos comerciales ‒por no entrar en el riesgo del retroceso, realidad ya con el Brexit (prefiero optar aún por un numantino optimismo).

2 comentarios a “Peta CETA

  1. Hinojo
    18/11/2016 de 04:29

    Coincido con su diagnóstico. Y muchas gracias por hacer un esfuerzo pedagógico de explicar en detalle los principales puntos del acuerdo.

  2. Enrique
    24/06/2017 de 17:19

    Fantástico artículo divulgativo.

    Tras su lectura, me cuesta aún más entender el rechazo al tratado más allá de posturas anti-sistema o anti-globalización.

    Estas posturas son crecientes pero, creo yo, están aún lejos de ser mayoritarias y se basan en prejuicios de tipo político-económico como «liberalización salvaje» y «acuerdos para empresas y para ricos».

    Hay algún aspecto concreto en el acuerdo que un partido socialdemócrata pueda entender que sea lesivo para los intereses de los ciudadanos? Quién y por qué defiende el rechazo a esta acuerdo?

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