Apuntes sobre estancamiento secular (V). Factores depresores de la demanda: acelerador financiero y demanda agregada

En la línea clásica de Minsky (teoría financiera de la inversión), y los desarrollos posteriores de Bernanke, Stiglitz y otros (acelerador financiero), podemos identificar el sistema crediticio como una fuente potencial de aceleración de demanda: como regla general, podemos afirmar que cuando el crédito crece por encima del crecimiento del PIB nominal (o renta disponible o demanda agregada), se convierte en un factor autónomo de impulso de la demanda agregada. Esencialmente, el aumento del crédito por encima del nivel inercial en que simplemente “acompaña” al crecimiento económico, supone que esa variable hace posible gasto más allá del que permitiría el aumento de la renta disponible [nota: por simplicidad, lo que sigue se centra sobre el crédito bancario]

En este caso, dependiendo de las razones que expliquen el dinamismo del crédito, el impulso a la demanda agregada puede ser saludable y sostenible, o no. La primera situación se daría cuando el país está en proceso de “bancarización”: desarrollando su sistema bancario y haciendo sus servicios accesibles a capas más amplias de la población; en este escenario, más agentes económicos que son intertemporalmente solventes pueden utilizar parte de su renta futura para gastar hoy –un aumento de demanda agregada esencialmente estable e irreversible.

Sin embargo, el crecimiento acelerado del crédito no siempre es reflejo de la bancarización del país. Puede ir asociado a coyunturas de inflación de activos (financieros o inmobiliarios), también conocidas como “burbujas financieras”, que o bien responden a un crecimiento excesivo del crédito, o se originan autónomamente pero son “acomodadas” por una aceleración del crédito (típicamente, se trata de un círculo vicioso en que ambos fenómenos se dan de manera secuencial). El encarecimiento de los activos, además, hace aumentar el importe del colateral disponible, facilitando adicionalmente un mayor endeudamiento a los agentes económicos. Con mínimos matices, puede decirse que ambas ocurrencias están indisolublemente ligadas: a todos los efectos, podemos considerar que no hay burbuja financiera sin crecimiento excesivo del crédito bancario; y ello por una razón muy sencilla: si la compra de activos no se financia con crédito, tiene que financiarse con renta disponible –y se hace muy difícil imaginar una situación en que los agentes económicos financien su febril compra de valores o viviendas, a precios crecientes, recortando cada vez en mayor medida su gasto real.

Naturalmente, las burbujas por definición no son eternas. En último término, todos los activos sujetos a este fenómeno derivan su valor de la economía real, sean financieros (que representan básicamente derechos sobre los flujos de caja que generan las empresas o ciertos activos reales) o inmobiliarios (cuyos precios a medio plazo dependen de la capacidad de compra que tengan las familias y empresas). En algún momento, el decalaje entre la “economía real” y la financiera/inmobiliara se manifiesta y la “burbuja” estalla, dejando un reguero de fallidos en el sector bancario.

En ese momento, distintos factores suelen combinarse para restringir la actividad crediticia: el stress financiero sobre los bancos, cuyos ratios de capital normalmente se deterioran ante el reconocimiento de pérdidas; la incertidumbre sobre el estado de los bancos, que pone en cuestión su capacidad de conseguir fondos del mercado (tanto capital nuevo como simple renovación de vencimientos de deuda), y por tanto su capacidad de –o disposición a– prestar; y la incertidumbre sobre el estado de los prestatarios de los bancos, particularmente en un entorno donde la probabilidad de impago de sus facturas puede ser mayor. A menor actividad crediticia, aritméticamente corresponde una menor demanda agregada. Pero además, todo ello irá típicamente ligado a un entorno de notable incertidumbre económica general que acentuará la restricción general del gasto; con el posible añadido de un rescate bancario con fondos públicos, que obligaría potencialmente a una política fiscal más restrictiva.

Intuitivamente, podría pensarse que el lastre sobre la demanda de la limpieza o mopping up after en el sector bancario se limitará a deshacer el impacto expansivo sobre la demanda que tuvo la fase previa de crecimiento acelerado del crédito. Sin embargo, en la práctica estos efectos no suelen ser lineales: por el contrario, se observa una marcada asimetría, reflejada en un impacto contractivo post-crisis superior al expansivo pre-crisis. Y ello por dos motivos fundamentales:

  • De un lado, la respuesta desde el sector público raramente es óptima. Pueden existir incentivos (reputacionales –no reconocimiento errores de supervisión pasados-, deseos de no poner “patas arriba” el sector bancario, batalla de los accionistas bancarios o los acreedores subordinados para no perder su inversión) que induzcan a retrasar el diagnóstico o la solución del problema; alimentados por la lógica incertidumbre sobre la coyuntura económica futura, que determina estocásticamente la eventual capacidad del sector de salir del problema “sin hacer nada” (acompasando el reconocimiento de pérdidas a la acumulación de capital vía retención de beneficios). Esto hace que el sector bancario raramente normalice su capacidad de préstamo con rapidez.
  • Por otra parte, en las empresas y familias, la burbuja deja un legado de sobreendeudamiento que suele tardar años en corregirse, lastrando su capacidad de gasto en años sucesivos

La historia económica reciente nos ofrece tres ejemplos de burbujas/ crisis financieras, que han desplegado con intensidad sus efectos sobre la demanda agregada: las burbujas financieras en EEUU y la eurozona durante los años 2000, y la que está teniendo lugar en China. Las tres en fases muy distintas: en EEUU, un ciclo esencialmente finalizado; en la Unión Europea, una crisis todavía en sus últimos coletazos, dado que en ciertos países continúan existiendo problemas heredados de la crisis, que podrían estar impidiendo que el sector bancario local funcione a pleno rendimiento; en China, según la opinión más extendida, la burbuja financiera estaría en pleno apogeo, con tasas de crecimiento del crédito que duplican las de PIB nominal y un sector financiero “en la sombra” de gran relevancia y escasamente controlado.

Un legado crucial de estas burbujas es, en la línea antes apuntada, el elevado grado de endeudamiento de la economía mundial: la ratio deuda/PIB mundial ha crecido de manera continuada hasta llegar a un nivel sin precedentes, del 225% según las últimas estimaciones del FMI. Tanto el nivel de esta variable como su rápido crecimiento reciente dejan pocas dudas sobre la existencia de una situación de sobreendeudamiento en el mundo. En el caso chino antes mencionado, la ratio endeudamiento/PIB supera el 260%, una cifra superior a la de España (país más desarrollado y bancarizado) inmediatamente antes de la crisis de 2008, lo que sin duda da que pensar.

Como cuestión de hecho, las situaciones de sobreendeudamiento han estado históricamente asociadas a situaciones de demanda decaída, como se apuntaba antes. Pero ¿esto es necesariamente así? ¿Podemos estar seguros de que esta es una causa del débil crecimiento mundial en los últimos años? En el plano teórico, podría pensarse que no: a fin de cuentas, la deuda es un simple apunte contable, sin impacto real a nivel agregado: por cada acreedor siempre hay un deudor, de manera que si el deudor se ve obligado a restringir su gasto para hacer frente al servicio de la deuda, el acreedor podría estar elevando el suyo simétricamente con los recursos recibidos. Por otra parte, el exceso de deuda puede resolverse con reestructuraciones o conversiones en capital, que restaurarían el equilibrio financiero del deudor. Por último, un nivel de inflación elevado (o al menos “razonable”) podría asegurar que el valor real de la deuda se erosiona al ritmo necesario para hacerla sostenible para los deudores.

Sin embargo, esta línea argumental sobre la “irrelevancia de la deuda” tiene contraargumentos importantes, de carácter práctico o factual. La inflación en años recientes, por ejemplo, no sólo no ha contribuido a aliviar la carga de la deuda sino que la ha hecho aún más pesada: en el mundo desarrollado, las desviaciones a la baja de la inflación respecto al objetivo del Banco Central explican varios puntos de aumento de la ratio endeudamiento/ PIB; en el ejemplo más cercano de la eurozona, si el objetivo de inflación (digamos 1,9%) se hubiese cumplido desde 2008 hasta 2016, la ratio endeudamiento/PIB sería hoy en torno a 10 puntos inferior.

En cuanto a los incentivos microeconómicos (de deudor y acreedor) para un rápido reconocimiento de pérdidas y toma de medidas consiguientes (quitas o conversiones en capital), la experiencia es que suelen ser mucho menos intensos de lo que requeriría el interés general en que la demanda agregada recupere su vitalidad lo antes posible. A ello se une la práctica imposibilidad de reestructurar la deuda pública y cuasi-pública, salvo en situaciones extremas. Estos problemas de coordinación tienden a obstaculizar el rápido discurrir de los debt workouts. Por otra parte, la supuesta simetría entre el comportamiento del deudor y el acreedor no suele darse; entre otros factores, porque la propia incertidumbre sobre si un deudor con gran volumen de deuda podrá cumplir, puede llevar al acreedor a dedicar al ahorro una mayor proporción de los recursos recibidos del deudor.

¿Cómo liga lo anterior con el debate del estancamiento secular y el débil crecimiento mundial en años recientes? En este enfoque minskyano, la exuberancia de la demanda en los años 2000 se explica en una medida importante por el relativo descontrol del sector bancario en los países desarrollados: mal manejo y opacidad de los riesgos, insuficiente capitalización para soportar los riesgos realmente existentes, y un crecimiento del crédito disociado de los fundamentales económicos, factores interrelacionados que actuaban como “combustible económico” a corto plazo a costa de acumular riesgos crecientes a medio plazo. La crisis financiera de 2007-2008 supone el final de ese proceso insostenible, el principio del mopping up after y el prólogo de la cronificación del sobreendeudamiento en el mundo; fenómenos todos ellos irremediablemente asociados a una retracción de la demanda agregada.

¿Qué nos anticipa este enfoque sobre lo que pueda suceder en los próximos años? El sobreendeudamiento generalizado presagia una demanda decaída en el mundo, por las razones descritas. En cuanto al ciclo burbuja-crisis, en Europa podría esperarse un cierto mayor dinamismo de demanda asociado a la normalización definitiva del sector bancario; sin embargo, la política monetaria ultraexpansiva desde hace varios años probablemente haya hecho de “muleta” para el sector bancario, reduciendo notablemente las restricciones de crédito por el lado de la oferta y atenuando este efecto. En China, sin embargo, la demanda tiene bastantes trazas de estar soportada en parte por una insana exuberancia financiera –lo que auguraría problemas futuros conforme ese efecto expansivo primero desapareciese (estallido de la burbuja) y luego se invirtiese (saneamiento del sector bancario y retracción del crédito). Como factor de consuelo, el alto grado de control estatal del sistema financiero en China podría contribuir a que el eventual estallido de la burbuja, aun siendo cuantitativamente muy relevante, tenga menos “onda expansiva” que en Europa y EEUU –reflejándose “solamente” en un aumento sustancial de deuda pública tras el salvamento del sector bancario por parte del Estado, que se limitaría a convertir lo que ya son pasivos públicos contingentes en pasivos reales–.

Obsérvese, por último, que estos factores financieros, y su impacto sobre la demanda, tampoco son “seculares”. Son factores puramente cíclicos, asociados al ciclo financiero, que describe los movimientos del crédito a lo largo del tiempo, por encima y por debajo de su valor tendencial. Si bien pueden proyectarse con facilidad en el medio plazo, bien por las limitaciones del saneamiento bancario o por el lastre del sobreendeudamiento post-crisis.