Hacia un nuevo paradigma de la empresa (II): las entidades de la Economía Social

Hace algo más de un año se explicaban en este blog los efectos de la financiarización de la economía sobre los comportamientos empresariales o corporativos, como el posible sesgo cortoplacista bursátil o el escaso interés en inversiones de largo plazo de las empresas cotizadas –por ejemplo, en I+D+i–. Se planteaba la necesidad de encontrar un nuevo paradigma de la empresa, en el sentido de que la búsqueda de rentabilidad redundase en beneficio de sus empleados, sus clientes-contribuyentes o la sociedad en general.

Esta entrada trata de determinar en qué medida las entidades de la Economía Social responden a ese nuevo paradigma, para lo cual resulta necesario conocer qué se entiende por Economía Social y cuáles son las entidades más representativas.

La Ley española sobre Economía Social la define como el conjunto de actividades económicas y empresariales que, en el ámbito privado, llevan a cabo aquellas entidades que persiguen el interés general económico o social, o ambos, de conformidad con los siguientes principios:

Este concepto abarca diferentes realidades empresariales, fundamentalmente cooperativas, sociedades laborales, mutualidades, empresas de inserción o centros especiales de empleo. Todas ellas comparten el rasgo esencial de que, con su actividad, buscan objetivos tanto económicos como sociales, promoviendo la solidaridad. Este tipo de entidades están presentes en todos los sectores de actividad (cooperativas agrícolas, cofradías de pescadores, grandes industrias, cooperativas de consumo, de crédito, de educación…) y tienen tamaños muy diversos; además, se les atribuye una especial vocación para la generación y el mantenimiento del empleo, así como para el fomento del emprendimiento entre los jóvenes y los colectivos más vulnerables.

Por supuesto, este tipo de entidades no son nuevas. Su aparición formal tuvo lugar durante el siglo XIX, acompañada de interesantes debates y discusiones; desde economistas franceses como Charles Dunoyer (1830) con su Traité d´economie social, –donde defendía el enfoque moral de la economía–, hasta el empuje conceptual definitivo de la mano de John Stuart Mill y Leon Walras, que atribuyeron al asociacionismo empresarial de los trabajadores un importante papel en la resolución de los conflictos sociales que acompañaron a la revolución industrial.

En la actualidad existe un renovado interés por la actividad de las entidades de la Economía Social, vinculado, probablemente, a esa búsqueda de un nuevo paradigma de empresa que permita responder adecuadamente a los retos que plantean -–especialmente, sobre el futuro del trabajo– los cambios económicos, tecnológicos y demográficos globales. En los últimos ejercicios, muchos países han ido estableciendo un marco legal de reconocimiento de la Economía Social como actividad económica diferenciada, con el objetivo de establecer acciones de apoyo e incluso de fomento público.

Desde el momento en el que sus trabajadores, consumidores y usuarios son también los que toman las decisiones empresariales –como propietarios y gerentes–, las entidades de la Economía Social se exponen en menor medida a problemas del tipo agente-principal –según la teoría de la agencia de Jensen y Mecklin, (1976)– originados por conflictos de intereses o por la persecución de objetivos no estrictamente compatibles entre los distintos agentes. Conflictos que, por otro lado, explican parte de la financiarización de la economía y el cortoplacismo de los inversores.

Evidentemente, esto no quiere decir que estas entidades estén completamente exentas de problemas de agencia, ya que como señalan Orellana y Rueda-Armengot (2004), se pueden formar grupos de interés y coaliciones de intereses particulares en las asambleas decisorias “sin que se pueda saber en qué medida esta tendencia es corregida por el compromiso con los principios cooperativos”.

Durante la gran crisis reciente, esta característica o peculiaridad de las entidades de la Economía Social ha permitido, en muchos casos, adaptar y flexibilizar la intensidad de trabajo, ajustando los horarios y las retribuciones de los trabajadores, evitando recurrir al despido. Además, ante las dificultades financieras sobrevenidas, algunas empresas mercantiles ordinarias lograron sobrevivir gracias al reflotamiento por parte de sus trabajadores y su transformación en modelos cooperativistas laborales; y ello a pesar de que en algunas economías este paso supone una enorme carga administrativo-burocrática –por ejemplo, en España, se requiere en la mayor parte de los casos el cierre de la sociedad mercantil antes de reabrirla bajo la forma de cooperativa, poniendo en riesgo el fondo de comercio y la confianza de proveedores y clientes–.

Pero, además de mostrar una mayor resiliencia durante la crisis, el esquema de funcionamiento de las entidades de la Economía Social permitiría, en un futuro inmediato, una mejor gobernanza intraempresa de los posibles efectos que sobre el empleo pueden producir las nuevas tecnologías digitales, la automatización o la robotización, agilizando la toma de decisiones en aspectos como la formación continua o la recualificación de los trabajadores.

Asimismo, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) ha apuntado que, para las actividades de servicios de interés general cuyo principal input es el factor trabajo –servicios personales, de salud o culturales–, puede resultar ventajoso adoptar alguna de las formas jurídicas enmarcadas dentro de la Economía Social. Se argumenta, por un lado, que la provisión de servicios de esta naturaleza es susceptible de sufrir fallos de mercado –en el sentido de que la existencia de información asimétrica entre el proveedor de los servicios y los usuarios puede originar comportamientos oportunistas por parte de los primeros–que resulta neutralizados en las entidades de Economía Social cuando incluyen a los usuarios entre sus socios; por otro lado, aseguran y abastecen a la sociedad de unos servicios de escaso interés para el capital, ya que los precios se corresponden prácticamente con la remuneración de los trabajadores, dejando un escaso margen o rentabilidad.

En cuanto al peso de las entidades de la Economía Social dentro de las economías actuales, un estudio del Comité Económico y Social Europeo, tras señalar las dificultades estadísticas para su medición, calcula que en la Unión Europea las entidades de Economía Social engloban más de 13,6 millones de empleos remunerados, es decir, un 6,3 por 100 del empleo remunerado total, con importantes diferencias entre los Estados miembros. España se encuentra entre los países de la UE, en los que las entidades de la Economía Social registran una mayor presencia, con el 7,7 por 100 del empleo total. Se contabilizan más de 232 millones de socios de cooperativas en la UE, mutuas y entidades similares y más de 2,8 millones de entidades y empresas.

Desde luego su presencia en número, aunque importante, no resulta suficiente para liderar ese cambio de paradigma. Sin embargo, sus características, principios y, sobre todo, la dinámica seguida durante la última crisis, ofrecen una manera diferente de emprender.

No podemos concluir sin mencionar algunos hechos o situaciones puntuales que han ensombrecido la figura de las entidades de la Economía Social, como su uso fraudulento para la provisión de servicios en algunas actividades relacionadas con las plataformas de economía colaborativa o de facturación, o el de la creación de cooperativas ficticias con el único objetivo de forzar el abaratamiento de los costes laborales. Todo ello subraya la conveniencia de mejorar el control, la seguridad jurídica y la transparencia de estas actividades.

En definitiva, las entidades de la Economía Social ofrecen una manera alternativa de emprendimiento que en cierto modo responde a ese nuevo paradigma de empresa que se está buscando, y que ha dado lugar a un creciente interés por parte de los poderes públicos por promocionar y dar visibilidad a su actividad. De hecho, estas entidades han asumido, a través de sus principios, la aplicación de la Responsabilidad Social Corporativa y, en España se han comprometido a incorporar los Objetivos de Desarrollo Sostenible a su actividad “gracias a su modelo empresarial basado en valores de participación y compromiso con el entorno local, así como a su contribución a un desarrollo económico y social sostenible en todos los sectores”.