La ineficacia de la política monetaria, 40 años después

El cónclave anual de banqueros centrales en las montañas de Wyoming ha estado este año marcado por la melancolía. Solía ser la ocasión para grandes discursos, animadas discusiones y disquisiciones que fijaban la agenda para la vuelta al cole de los economistas y financieros. El título esta vez (Los desafíos de la política monetaria) y la revisión en marcha de la estrategia de la Reserva Federal habían generado expectativas, pero durante el fin de semana del 23 al 25 de agosto apenas se habló de política monetaria en la prensa y en las redes sociales. La tormenta de tuits del inquilino de la Casa Blanca y el G7 eclipsaron los mensajes de Jackson Hole. Por si fuera poco, Larry Summers se marcó un hilo de tuits en los que argumentaba de manera convincente por qué hemos llegado al declive de los bancos centrales (publicado también en forma de artículo junto a Anna Stansbury). Echando un jarro de agua fría a las expectativas generadas por los nuevos espasmos expansivos de la Fed y de otros bancos centrales, se pedía nada menos que una admisión de impotencia que acabara con estos años de omnipotencia monetaria y cediera el paso a la política fiscal.

Hace algo más de cuatro décadas, los nuevos macroeconomistas clásicos proclamaron también la tesis de la ineficacia de la política monetaria, desde posiciones opuestas. Eran tiempos en los que los gobiernos trataban de amortiguar el efecto sobre la actividad y la inflación de los choques de oferta petrolíferos acomodando la política monetaria a las necesidades de la expansión fiscal. Todo iba a ser en vano, esgrimían Sargent y Wallace, porque asumiendo que los trabajadores tienen expectativas racionales (es decir, que en media prevén la inflación que se deriva de un modelo que conocen y comparten), la política monetaria no tendría efectos reales. Volvía así con un envoltorio técnico más potente la vieja tesis de la neutralidad monetaria.

Como muchas otras de las recetas de la Nueva Macroeconomía Clásica, la tesis de la ineficacia de la política monetaria no se aplicó al pie de la letra, aunque sí tuvo gran influencia. De hecho, lo que siguió fue una larga fase de dominación monetaria de la política económica, iniciada con la llegada de Paul Volcker a la presidencia de la Reserva Federal en 1979. Las fuertes subidas de tipos de interés provocaron una recesión, pero también hicieron que la inflación se redujera. Siguieron años de políticas de restricción monetaria, inicialmente tildadas de monetaristas (centradas en la cantidad de dinero), pero que en la práctica suponían mantener tipos de interés reales elevados para conseguir la estabilidad de precios.

En los años noventa este enfoque mudó hacia la persecución directa de objetivos de inflación (el inflation targeting), que abandonaba el uso preeminente de la cantidad de dinero como objetivo intermedio y suponía el manejo del tipo de interés a corto plazo para mantener la inflación en niveles en torno al 2-2,5%. La referencia teórica y empírica de esta nueva forma de dominación monetaria era la Nueva Economía Keynesiana que, conservando el corazón metodológico del modelo de equilibrio general dinámico estocástico de los Nuevos Clásicos, introdujo rigideces nominales y reales para generar ciclos con paro involuntario y desviaciones del PIB respecto a su potencial (para un refresco sobre el estado del debate macroeconómico se puede ver esta entrada)

Aunque la crisis financiera ya falsó en gran medida esta visión de la dinámica macroeconómica y su relación con las finanzas, la dominación monetaria sobrevivió. Lo hizo porque a pesar de la eficacia de las respuestas coordinadas de política fiscal expansiva que se aplicaron en 2009, en un entorno de pánico y máxima incertidumbre, los banqueros centrales mantuvieron la última y más poderosa palanca de poder público para restaurar la estabilidad y cortar la espiral depresiva entre las finanzas y la economía real. Cuando los tipos de interés llegaron a cero, se activaron las políticas de compra de activos, acompañadas de otros instrumentos como las directrices futuras sobre tipos de interés (forward guidance), las operaciones de financiación a mayor plazo y a contrapartes distintas de los bancos o la fijación de tipos de interés negativos para los depósitos.

Hasta hace poco parecía que este nuevo arsenal había funcionado (las estimaciones empíricas tienden a mostrar que las políticas no convencionales en EEUU, el área euro y Reino Unido consiguieron rebajar los tipos de interés a largo plazo y elevar el PIB y la inflación). Pero desde finales de 2018 viene sucediendo algo raro: los síntomas de debilidad de la economía global vienen acompañados de fuertes caídas de los tipos de interés a lo largo de toda la curva. Después de unos meses de errática comunicación, la Fed truncó su corto ciclo de normalización monetaria y volvió a bajar los tipos de interés antes del verano. El BCE se dispone a reactivar las políticas no convencionales con un paquete de estímulos cuyo anuncio se espera para los próximos días. Esta vez no parece que los mercados confíen en que esta nueva vuelta de tuerca monetaria vaya a conseguir elevar la inflación. Summers y Stansbury tienen una interpretación interesante.

Las bajadas de tipos de interés pueden haber dejado de ser eficaces para estimular la demanda agregada y el crecimiento. Bajar por debajo de los niveles actuales puede tener efectos nocivos para la economía: facilitar la supervivencia de empresas poco eficientes, sofocar la competencia favoreciendo a las empresas instaladas, reducir la renta disponible derivada de los rendimientos del ahorro y empeorar la posición financiera del sistema bancario y su capacidad de intermediación. Y como el propio Summers reconocía, esta situación no se ajusta ya al enfoque de la Nueva Economía Keynesiana; requiere más bien adoptar la perspectiva Post-keynesiana (la original de Keynes). El problema no es que el tipo de interés real sea elevado, sino que no existe el tipo de interés natural, es decir, que sea compatible con el pleno empleo y el cumplimiento del objetivo de inflación (recordemos que tanto en EEUU como en el área euro, la inflación lleva años por debajo del objetivo).

Como han experimentado desde hace años las autoridades japonesas, no se trata de un problema de credibilidad o de consistencia temporal; los banqueros centrales quieren de verdad estimular la economía y que la inflación suba. De hecho, ya han dejado claro que están dispuestos a tolerar que la inflación se sitúe durante un tiempo por encima del objetivo del 2%. La situación es más grave porque el problema es que los bancos centrales están perdiendo la capacidad para afectar a la demanda agregada y a la inflación, incluso exprimiendo al máximo sus instrumentos más innovadores. La explicación, según Thomas Palley, es que existen activos no reproducibles (inmobiliario, propiedad intelectual, metales preciosos) que tienen un rendimiento superior al de la inversión productiva. El resultado es una curva IS (que refleja las combinaciones de tipos de interés y renta que equilibran el mercado de bienes según el modelo de la síntesis neoclásica) que tiene pendiente infinita o incluso positiva.

No podemos descartar que este 2019 marque el inicio del fin de cuatro décadas de dominación monetaria en la política económica. A partir de ahora, la política fiscal y el resto de políticas (regulatoria, macro-prudencial) van a tener que marcar el paso y es muy probable que la política monetaria tenga que adoptar una posición subsidiaria. Esta transición no va a ser fácil ni está exenta de riesgos. Pero las fuerzas que vienen empujando a la economía global hacia la baja inflación y los bajos tipos de interés son estructurales y tardarán en disiparse o mutar. Aunque habrá muchos que se pasen unos años más equivocándose (metiendo miedo con los riesgos de la deuda pública o de la resurrección de la inflación), conviene leer a Summers, a quien hay que reconocer la lucidez para apreciar los cambios en la realidad económica y la honestidad intelectual para reconocer que lo que está proponiendo bebe de la tradición heterodoxa.

No me extrañaría que en los próximos meses alguien rescatase la famosa frase atribuida a Nixon para proclamar: We are all Post-keynesians now!!