La ilusión europeísta se alimenta de futuro

Después de liderar a un país para ganar una guerra, Winston Churchill se presentó a las elecciones de 1945 y las perdió. Cuando ya era evidente en el recuento que los laboristas de Attlee iban a ganar la mayoría y Churchill iba a pasar la oposición, un día durante el almuerzo su mujer intentó consolarle y le dijo que, en el fondo, la derrota electoral “podría ser una bendición disfrazada”. Churchill replicó: “Pues por el momento está muy bien disfrazada”.

Quién le iba a decir a él, curtido en mil batallas, que aprendería tan tarde una de las reglas de oro de la política: los ciudadanos votan mirando hacia el futuro, no hacia el pasado. Bien lo saben en España partidos como el PCE o UPyD, que nunca vieron reflejados en forma de votos el agradecimiento de la población por sus aportaciones a la lucha contra la dictadura o a la regeneración democrática, respectivamente. Y es que, en cualquier proyecto político, el respeto por la historia o por los logros pasados suelen ser condición necesaria, pero no suficiente, para generar ilusión: un arma cuyo poder –como la poesía de Celaya– se alimenta de futuro.

Algo similar ocurre con la Unión Europea. Aunque pocos niegan sus logros, apenas cuatro de cada diez europeos tienen confianza en la institución o una imagen positiva de ella, o votan en las elecciones al Parlamento Europeo. El Brexit y el avance electoral de fuerzas políticas antieuropeístas en muchos países son un indicador inequívoco de que la Unión Europea no genera ni confianza ni ilusión.

Eso no quiere decir que no sea importante saber de dónde venimos: la Unión Europea recibió en 2012 el Premio Nobel de la Paz “por su contribución al avance de la paz, la reconciliación, la democracia y los derechos humanos en Europa”, y en un tiempo en el que se critica “la Europa de los mercaderes” conviene no olvidar que la Declaración Schuman de 1950 dejó bien claro cuál era el objetivo inicial de la integración europea: evitar otra guerra. Por supuesto, la Unión Europea puede y debe estar orgullosa de muchas otras cosas: de tener la sociedad más igualitaria del mundo, de haber integrado a los países del Este tras la caída del Muro, de liderar la ayuda al desarrollo y humanitaria o la lucha contra el cambio climático, de haber conseguido eliminar las fronteras (en el caso de Schengen, también para personas), crear una moneda europea o promover la cooperación en tantos ámbitos. Esperemos que no haga falta perder nada de eso para valorarlo.

Dicho lo cual, no se puede construir un proyecto europeo exclusivamente sobre la base del miedo a abandonarlo o a perder lo conseguido –es decir, sobre el pasado–. El Brexit es un buen ejemplo de que los ciudadanos desencantados son capaces de votar en contra de sus propios intereses económicos, y, con independencia de que los costes de salirse de la Unión Europea sean indudablemente elevados o el voto del miedo sea poderoso, es necesario que el ciudadano se sienta de nuevo parte de un proyecto ilusionante.

Para lograrlo es necesario actuar en varios frentes. El problema es que muchos de los avances que se han propuesto hasta el momento son objetivamente positivos y necesarios, pero difícilmente ilusionantes para el ciudadano.

Así, el euro, que fue un proyecto atractivo en su momento, ya no genera ilusión –aunque siga siendo defendido por más de siete de cada diez europeos–, ni lo hará mientras se perpetúe como proyecto inacabado. Pasada la euforia de la novedad, es comprensible que el ciudadano se limite a comparar fríamente sus etéreas ventajas frente a sus inconvenientes ciertos como la renuncia a una política monetaria independiente, o la posibilidad de una devaluación –y, por tanto, la necesidad en caso de crisis de un ajuste real vía salarios y empleo–, cuyos costes podrían haberse mitigado de existir una mayor integración fiscal.

Ahora bien, el hecho de que las críticas a las deficiencias del sistema sean perfectamente válidas no impide que la reforma del euro y del sistema financiero de la eurozona siga siendo mil veces preferible a su disolución. Así, medidas como la conclusión de la Unión Bancaria en el ámbito de supervisión –que va muy rápida– o en el de la mutualización de riesgos –a través de un Sistema Europeo de Garantía de Depósitos (SEGD) o un bono europeo, o incluso un Fondo Monetario Europeo, que va más lenta– sin duda prevendrán y amortiguarán posibles crisis. Dicho esto, lo más probable es que, de cara al ciudadano, estas medidas sean percibidas como meros apuntalamientos del sistema bancario o, peor aún, como la confirmación de que la economía real sigue supeditada a los mercados financieros.

Tampoco cabe esperar grandes entusiasmos europeístas en el ciudadano medio por propuestas de refuerzo de políticas como la de defensa común, a través de un ejército europeo, ya que los sesgos cognitivos llevan a infravalorar los riesgos futuros y, por tanto –como en el caso de un SEGD–, su utilidad esperada.

Por lo que se refiere a las propuestas para la mejora del déficit democrático, entre las que podríamos incluir el nombramiento de un ministro de Economía de la Unión –como mejora del Ejecutivo– o la elección de una lista paneuropea en el Parlamento –como mejora del legislativo– son asimismo avances en la transparencia y en la rendición de cuentas, pero tampoco ilusionantes. Es probablemente un error depositar las esperanzas de un mayor europeísmo en aspectos jurídicos: si eso fuera así, los ciudadanos votarían cada vez más a un Parlamento Europeo que ha asumido competencias crecientes en los últimos años, pero lo han hecho cada vez menos, quizás porque la desafección europarlamentaria caiga dentro de la crisis general de legitimidad y representatividad percibida en la clase política –no solo en la europea–.

Es importante insistir en que todas las políticas anteriormente mencionadas son deseables y convenientes para la estabilidad de la Unión Europea. Lo único que se cuestiona es hasta qué punto serán ilusionantes, y eso probablemente solo se dará con medidas que cumplan dos requisitos: que se identifiquen claramente como acciones de la Unión Europea y que estén directamente relacionadas con el bienestar futuro y las preocupaciones inmediatas de los ciudadanos.

Ello nos lleva indefectiblemente a medidas presupuestarias relacionadas con la renta y el empleo, el desempleo, la salud, las pensiones y la seguridad de los ciudadanos.

  • En el ámbito de la renta y el empleo, los ciudadanos seguirán percibiendo como beneficio europeo el impulso de la inversión en infraestructuras a través de iniciativas como el Plan Juncker, que no debe abandonarse –especialmente en un contexto de debilidad de la demanda agregada mundial–. Ligados a esto seguirán estando programas de intercambio como el Erasmus o de becas.
  • En el ámbito del desempleo –percibido como riesgo cierto, especialmente en un contexto de globalización y automatización–, puede ser crucial una propuesta avanzada en el Informe de los Cinco Presidentes de 2015 como el subsidio mínimo europeo de desempleo que, además de asociar la UE a un beneficio evidente, puede servir de mecanismo estabilizador en caso de crisis. Existen ya mecanismos como el Fondo Europeo de Ajuste ante la Globalización (EGF) que apoya a los ciudadanos desempleados como consecuencia de la globalización y que debería ampliarse y darse más a conocer.
  • En el ámbito sanitario no hay por el momento propuestas de relieve, pero no hay que olvidar que uno de los rasgos inequívocamente europeos es la existencia de un sistema de cobertura universal. Quizás en el futuro la Unión Europea podría garantizar, junto con una tarjeta sanitaria europea, una cobertura o unas prestaciones mínimas a nivel europeo.
  • En el terreno de las pensiones ya existe una propuesta para la creación de un plan de pensiones pan-europeo (PEPP), incluido dentro de la Unión del Mercado de Capitales, y que proporcionaría un sistema voluntario complementario a los nacionales y transferible en el caso de cambio de residencia.
  • Finalmente, cuestiones que preocupan a la seguridad de los ciudadanos como la inmigración o el cambio climático han de afrontarse necesariamente a nivel europeo, y la Unión Europea puede y debe ser un agente aglutinante, ordenador y ejecutor.

En el fondo, de lo que se trata es de estimular el gasto social europeo, que asegure que los ciudadanos identifiquen a la Unión Europea como el garante de un futuro mejor para ellos.

Esto también requerirá, evidentemente, una mayor integración fiscal por el lado de los ingresos y una recaudación comunitaria algo más ambiciosa que la actual. En este sentido, medidas para evitar la elusión fiscal de grandes corporaciones o para acabar con los paraísos fiscales, o la propuesta de una tasa europea sobre las transacciones financieras tienen una importancia mayor de la que pueda parecer de cara a la opinión pública.

Después de 1945 Churchill ya no volvería a ser primer ministro, pero ya no se olvidaría de mirar hacia el futuro. Poco más de un año después, en un discurso en la Universidad de Zúrich, volvería a usar su divina oratoria para hacer soñar a los ciudadanos: “Si Europa estuviera alguna vez unida compartiendo su herencia común, no habría límites a la felicidad, la prosperidad y la gloria de sus gentes.  La edad oscura aún puede volver. Pero hay un remedio, y es crear la Familia Europea y dotarla de una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, en seguridad y en libertad… Debemos construir unos Estados Unidos de Europa”.

 


Este artículo forma parte del Monográfico 03 «Cómo la UE puede volver a enamorar» de la revista Beers&Politics

 

1 comentario a “La ilusión europeísta se alimenta de futuro

  1. Rosa
    14/11/2017 de 14:08

    Muy interesante

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